Harry tenía siete años recién cumplidos. Estaba muy feliz por ello. No tanto por la fiesta acaecida dos semanas atrás, ni por los obsequios recibidos; sino porque, ese día, treinta y uno de octubre, lo consideraron lo suficiente grande para que pudiera salir a pedir dulces sin supervisión de su madre. Esa idea lo emocionaba.
Esa noche lo habían disfrazado de diablo, o “mi diablillo”, como dijo su madre. La cola era de esponja, al igual que la púa y los cuernos, pero si no los tocabas, a la distancia parecían reales. Le alargaron los ojos con maquillaje para parecer más aterrador y le pusieron dientes de vampiro, porque su madre dijo que la mordida del diablo era más letal. El resto de la indumentaria también era roja, excepto la capa, que era carmesí, para variar, pero no mucho.
A las siete lo fueron a dejar con Freddy, su amigo y vecino de ocho años. Él se había disfrazado de vampiro, de Drácula, no de ese que brilla con el sol; ese era para las niñitas tontas.
―A las ocho y media ―dijo la madre de Freddy, y la madre de Harry asintió―. Ni un minuto más tarde.
Los chicos prometieron respetar el horario, luego se fueron a la casa de la esquina, balanceando los cestos con forma de calabaza aterradora. En esa casa les dieron unos pocos dulces a cada uno y en la siguiente, no salieron a abrir, pero en la que seguía los recompensaron con creces.
La calle del vecindario era amplia, iluminada a ambos lados por farolas esféricas de luz amarillenta. Estaba atestada de niños recorriendo las calles, tocando las puertas de todos los vecinos; todos utilizando variopintos disfraces, aterradores algunos (o que al menos esa fue la idea al ponérselos) y cómicos el resto; aunque no faltó uno que otro lastimero.
En algunas casas los jóvenes ultimaban los detalles para sus fiestas de más noche, en éstas, los puños de dulces eran más grandes que en otros lados. Ante la perspectiva de la inminente fiesta, rebosaban prodigalidad. Más tarde, mientras intentara dormirse, Harry escucharía el bullicio de tales fiestas, pero su madre le diría que aún era muy chico para asistir.
Así transcurrió una hora de la escasa hora y media que les concedieron de libertad. Se habían alejado varias calles de casa; muchas, a decir verdad. Pensaban en regresar cuando la procesión pasó frente a ellos, en una calle de los límites del vecindario.
No era una procesión cualquiera. Se trataba de decenas de niños ataviados con batas blancas como la nieve, ceñidas a la cintura con una banda dorada. Las sandalias de correas atadas hasta los tobillos también eran doradas, así como los cuernos, que, por más que Harry aguzó la vista, juraría que emergían directamente del cuero cabelludo. Sus manos eran pálidas, y las garras doradas, y sostenían hacia el frente cuencos repletos de dulces. Sus rostros estaban ocultos en máscaras doradas, sin ningún orificio para los ojos. Fue este último detalle que asustó a Harry.
―¡Mira, Harry, dulces! ―exclamó Freddy.
Harry quiso detenerlo, advertirle que esos niños le daban miedo, pero Freddy ya se había adelantado y avanzaba recogiendo los caramelos que caían de los cuencos de los niños. Corrió en pos del niño, que seguía la estela de los otros niños. Harry lo alcanzó, e iba a prevenirlo, pero vio a sus pies un caramelo alargado y grueso, como una salchicha. Su amor por los dulces pudo más que la prudencia.
A ninguno de los enmascarados pareció importarle que ellos recogieran los dulces que se caían de sus recipientes. Los dulces que caían eran tantos que se limitaban a recoger los más grandes. Tres manzanas más adelante se les unió otro niño, este disfrazado de calavera. Poco después se sumó una chica con sombrero picudo, que supuestamente era una bruja.
Pronto fueron ocho los niños que pisaban los talones a la extraña procesión, llenando sus cestos con los dulces que de los cuencos caían. Todos marchaban con la vista baja, sin mirar a sus compañeros, preocupados únicamente por limpiar de dulces el surco que les correspondía.
Harry fue el único que, pasada la emoción inicial por los dulces, de vez en cuando alzaba la vista. Notó detalles que poco a poco lo despabilaron, rompiendo el hechizo que ataba a los demás. Notó que los niños nunca volvían la vista, nunca se miraban entre sí, nunca hablaban. Sólo caminaban, aparentemente ajenos al mundo que los rodeaba. Lo más raro de todo era que los dulces caían por lo lleno de los cuencos; cuencos que nunca se vaciaban.
Fue entonces que vio el lugar al que se dirigían: al camposanto. Estaban muy cerca de sus grandes puertas abiertas, los primeros niños empezaban a cruzar el vano. El miedo le atenazó las entrañas como la mordida de una serpiente. Harry, se detuvo; el resto continuó entrando, ajenos al entorno.
―¡No, no entren! ―gritó Harry.