Mitch no acostumbraba estar fuera de casa mucho tiempo, y por lo general, se le podía encontrar casi siempre en el jardín. Pero esa tarde no aparecía por ningún lado. Tras volver de la escuela, jugar un rato con su gato era lo primero que Ricky hacía. Ni siquiera almorzó por ponerse a buscarlo.
Su madre no sabía nada del gato, ni tampoco la vecina de al lado ni la de enfrente. Mitch parecía haberse esfumado. «Se lo robaron», pensó con rencor el pequeño. No le cabía en la cabeza que el gato se hubiera marchado por cuenta propia, no después de todo lo que lo consentía. «¿Y si alguien lo mató?», sabía que era muy probable. Era una pregunta aterradora.
Por buscar sólo quedaba la casa de la vecina de junto, la de la izquierda, no la de la derecha. No había ido allí porque la vieja le daba miedo. Tenía como setenta años, el cabello gris y quebradizo y la boca desdentada. Vivía sola, y sola parecía que iba a morir. Pero no iba a su casa no sólo porque le daba miedo, sino porque también le debía muchas travesuras, y Mitch se había comido su pareja de canarios australianos.
En esos momentos la podía ver a través de la ventana abierta. Estaba cocinando, y el aroma que provenía de la olla hirviendo, lo hacía salivar. Tuvo la horrible idea de que lo estaba cocinado era su gato. Eso le recordó que aún no había almorzado, a pesar de los gritos de su madre para que se olvidara de su cochino gato y comiera de una vez por todas.
La anciana lo miró por el vano de la ventana y sonrió; su sonrisa era desagradable. Ricky dio un respingo, tuvo la extraña sensación de que esa sonrisa ocultaba algo mucho más profundo. Pero era una sonrisa, y pensó que podía valerse de ella para hacerle una visita. «Sólo pregunto si ha visto a Mitch y me regreso», se prometió.
Salió a la calle y fue a llamar a la puerta de la anciana.
―Hola, cielo ―saludó la anciana (que se llamaba Bertha) toda sonrisas. Si pretendía resultar más agradable, tuvo un fracaso estrepitoso―. ¿Y ese milagro que me visitas?
―Buenas tardes ―dijo Ricky, mirándose a los pies―. Sólo quería preguntarle si ha visto mi gato.
―¿Se extravió el pobrecillo? ―En opinión de Ricky, su gesto fue muy afectado―. Cómo lo siento. No, no lo he visto. Pero pasa, y háblame dónde lo viste por última vez. Pobrecillo, con lo bien que me caía. No creas que le tenía antipatía por lo de mis canarios. No, nada de eso. Sí, eso es, acomódate allí, ¿quieres un tazón de estofado?, veo que lo miras con ojos ávidos.
De alguna forma que todavía no comprendía, Ricky se encontró sentado a la mesa de la cocina con un humeante tazón de estofado enfrente. Su olor era muy agradable, más que agradable, para ser honesto. No sabía de qué era, y la imagen de que era su gato no desaparecía de su mente. Miró a la anciana, tratando de averiguar algo, pero el gesto de ella era pétreo, difícil elucubrar sobre lo que pensaba. Sólo había una forma de averiguarlo.
Cuanto terminó el primer tazón, la anciana le preguntó si quería más, y Ricky asintió mecánicamente. La anciana lo miró devorar la carne con avidez. No era res, ni cerdo, y la idea de que era su gato, se hacía más fuerte. ¡Pero es que estaba demasiado delicioso! La anciana lo miraba con ojos brillantes y sonrisa traviesa, como si supiera algo que él no.
Y así fue. Cuando terminó el segundo plato, y Ricky hubo dicho que no a un tercero, la vieja salió de la cocina diciéndole que no se moviera. Mientras, Ricky no se quitaba la grotesca idea de que se había merendado a su gato. Y no sabía si sentirse asqueado o satisfecho.
La anciana regresó al cabo de unos minutos. Llevaba a Mitch entre los brazos, sano y salvo.
―Se metió a la casa esta mañana ―informó la anciana con una sonrisa, ahora su sonrisa no le provocó miedo a Ricky―, y lo tuve jugando toda la mañana. Me alegró el día. Ahora le toca su ración de estofado. ¿Te gustó? ―Ricky asintió feliz―. Bien, hagamos un trato, tú me traes a Mitch para que juegue con él y yo te recompenso con una deliciosa comida. Por cierto, es carne de venado.
―Es un trato ―aceptó Ricky, encantado de encontrar a su gato.