La niña jugaba con una pelota de baloncesto color marrón. La botaba tres veces y luego lanzaba al cesto, a más de dos metros de altura. Encestaba una de cada tres. El niño la observó largos minutos, tratando de olvidar la horrenda muerte de su padre acaecida hacía tan sólo tres días, cuando la policía encontró el cuerpo decapitado a las orillas de un desagüe. Madre había intentado ocultar el macabro detalle, pero la gente hablaba.
La niña siguió jugando. Miraba de vez en cuando al niño a través de la malla metálica cubierta de enredaderas, a causa de estas apenas lo entreveía, pero sabía que la observaba. No le incomodaba, es más, se sentía bien. Madre no la dejaba salir nunca de casa, ni jugar con otros niños.
El niño se acercó a la malla. Pensó que jugar por primera vez desde la muerte de padre podría distraerle y aportarle algo de bienestar.
―¿Puedo jugar? ―preguntó.
―No ―respondió la niña, tras sopesarlo un rato.
―Anda, déjame jugar. Será más divertido entre los dos ―insistió el niño.
La niña volvió la vista atrás, hacia las ventanas de la vieja casa. Su madre no asomaba la cabeza por ninguna de ellas. Pensó que debía estar en su cuarto secreto. Abrió la verja para que el niño entrara. Sí, jugar con un compañerito sería más divertido.
―Yo tiro primero ―dijo al niño.
―De acuerdo ―accedió el pequeño―. Gana el que enceste más veces cuando terminemos.
La niña se concentró, encogió los ojos y lanzó la pelota, ésta rebotó en el tablero y entró en el aro después de golpear los bordes. La niña soltó un grito de júbilo. Y fue a traer la pelota.
―Tu turno ―comunicó con una radiante sonrisa. Le lanzó la pelota al niño.
―¡Noo! ―gritó su madre, que abría la puerta en esos instantes.
El niño miró a la mujer en la puerta. Era una mujer de mediana edad, hermosa, no muy diferente a su madre, pero lo aterró hasta el tuétano. De pronto tuvo miedo de la mujer, de la casa, de la niña, del cesto, pero, sobre todo, de la pelota. Tuvo la clarividencia de que sí atrapaba el balón, se iba a llevar una sorpresa espantosa. Quiso quitarse, alejarse e irse a casa. Pero era demasiado tarde, sus manos volaban al encuentro de la pelota color marrón.
Cuando la cogió, la pelota ya no era una pelota, sino una cabeza humana, de espeso cabello negro, de ojos sin vida, sangrienta por el cuello. ¡Era la cabeza de su padre! Soltó un alarido y dejó caer la cabeza, que desde el suelo lo miraba con ojos vacuos.
―¡Maldita mocosa! ―dijo la mujer, que ya había llegado hasta los niños― ¿Entiendes por qué no te dejo jugar con nadie? Esa pelota sólo la podemos tocar tu y yo.
―U-usted… usted ―balbució el niño―. ¿U-uu-usted m-mat-to a mi padre?
―Sí ―la mujer parecía triste más que malévola―. Ahora tendré que matarte a ti para que no te vayas de la lengua. ―Lo cogió por el cogote y sacó un cuchillo de brillante filo. Por último, miró a su hija con rabia―: Lo que tengo que hacer por tu culpa ―dijo, y le rajó la garganta al pequeño.