Cayó del cielo a eso de las cuatro de la tarde. Yo estaba asomado a la ventana desde mi habitación en el segundo piso, mirando a mi hermanito y a su perro, Goby, corretear por todo el patio, riendo como sólo un chiquillo puede hacerlo.
De repente cayó esa cosa que parecía una fruta, no con fuerza, sino débil, como si alguien la hubiera lanzado, pero por lo que me percaté, nadie la lanzó, pues cayó directamente del cielo. Parecía una fresa, creo que era una fresa, con el cuerpo punteado y varias hojas verdes en el tronco. Sólo que era cien veces más grande que una fresa común, mil veces. Debía medir medio metro de largo y treinta centímetros de grosor máximo.
Mi hermano y el perro se sorprendieron, el uno con los ojos abiertos y el otro empezando a gruñir y mostrando los dientes. ¿Qué demonios era esa cosa? ¿Dónde se ha visto una fresa de ese tamaño? Sus hojas verdes se agitaron y juraría que algunas de las semillas pegadas a su corteza exterior giraron sobre su eje. «¡Mierda!», pensé. Esa cosa no era algo normal, puede que ni siquiera de este mundo.
Mi hermano, superado el temor inicial, empezó a acercarse, impresionado por el tamaño de la enorme fruta. Goby dejó de gruñir y empezó a ladrar, alertando del peligro. Las hojas de la fruta volvieron a moverse, giraron como un tornillo saliendo de su base, y algunas de las semillas hicieron lo mismo.
Grité para alertar al pequeño, que caminaba embelesado hacia la fruta. Fue como gritarle a una piedra. Las hojas siguieron girando, hasta separarse de la base y coronaron una cabeza de insecto de filosas tenazas como boca. Del resto de la fruta surgieron cuatro pares de patas, o tenazas, pues se notaba que eran filosas como cuchillos de carnicero.
Mi hermanito se dio cuenta de lo que ocurría demasiado tarde. La fruta, convertida en un insecto de filosas extremidades, se abalanzó sobre él, lo cogió con las extremidades superiores y lo acribilló con las inferiores. La sangre juvenil regó el césped y cubrió las plateadas navajas de la fruta-insecto.
Goby, valiente, atacó a la criatura. Cayó sobre su espalda, clavó garras y dientes y empezó a desgarrar la blanda carne. Por un momento pareció que el can iba a ganar, hasta que la fruta-insecto giró la cabeza, escondió las tenazas por un lado y las sacó por el otro, ensartando el cuerpo del perro, que gritó de dolor.
Yo miré todo, mudo de espanto. Pero más me aterré cuando vi que del cielo empezaron a caer más frutas, iguales a la primera. Cayeron en toda la ciudad, puede que en todo el mundo. Cinco minutos después, la ciudad era una cacofonía de gritos de espanto y dolor. Yo estoy encerrado en la habitación, escuchando como la extraña y mortal criatura sube por las escaleras.