Cuentos cortos de terror

El jabalí

Lo atraparon no muy lejos de la cañada, cuando empezaban a pensar que era hora de regresar a casa, sin ningún trofeo para sus vitrinas.

Era el cuarto día de cacería. Ninguno de los tres compañeros había tenido suerte. A no ser por una liebre, que había capturado Ricardo el día anterior. José había llevado dos perros, Esteban otros dos y Ricardo uno. El segundo día desapareció uno de los perros; bueno, no precisamente: encontraron su cabeza colgada en un arbusto.

EL tercer día desaparecieron otros dos. Ese cuarto día, ante la ausencia de los otros dos perros, el miedo que les atenazaba los corazones les hizo desistir y se prepararon para regresar a casa. Entonces un ladrido, el típico ladrido del can que ha avistado a su presa, y sus corazones se llenaron de euforia.

Esteban fue el primero en reaccionar, principalmente porque era el único que todavía tenía la escopeta al hombro. Cuando José y Ricardo salieron de la tienda, prestas las armas, de su compañero ya no había ni rastro. Afortunadamente, el perro siguió ladrando, de manera que no fue difícil ubicarse.

Corrieron como posesos, aun así, no dieron alcance a Esteban. Después escucharon disparos, más ladridos y un grito eufórico de su amigo. Cuando llegaron al claro, cerca de la cañada, encontraron al jabalí muerto, de la escopeta de Esteban salía un humillo gris. Los últimos dos perros estaban cerca del jabalí, a uno le había entrado el colmillo en la barriga, y al otro, en el cuello.

―Quiero que asemos a este cabrón ―dijo Esteban―. El muy maldito nos dejó sin perros.

―Estábamos a punto de irnos ―señaló José.

―No hoy ―matizó Esteban―. Hoy es día de banquete.

José miró a Ricardo, que se encogió de hombros.

―Han sido cuatro días muy malos ―comentó―. Podemos quedarnos un día más.

Ataron la bestia a una viga y lo transportaron hasta el campamento. El bosque, tan lleno de ruidos hasta ese momento, había quedado silencioso. José no pudo dejar de pensar que rendían homenaje a la criatura caída.

Lo despellejaron, lo condimentaron, hicieron un agujero para la fogata, y lo cruzaron de parte a parte con un espetón de metal. El monstruo era grande, pero lograron ponerlo a la hoguera. Allí se quedaron mirando cómo la grasa goteaba, mientras la tarde empezaba a ceder paso a la noche.

José sólo miraba. Por experiencia sabía que el jabalí era una de los especímenes más deliciosos del bosque, pero en esa ocasión, no se le antojaba, a pesar de que no había comido desde la mañana. De vez en cuando atizaba el fuego, o echaba una ramita, pero era una tarea mecánica.

De pronto escuchó un ruido a sus espaldas, un ruido inconfundible, se trataba del gruñir de un jabalí. Se puso de pie de un salto y corrió a buscar la escopeta. Ricardo hizo lo mismo. Durante unos instantes temieron que una manada de aterradores jabalíes se les echara encima.

Los ruidos provenían de detrás de un arbusto. Al asomarse, sólo vieron a la bestia salir corriendo en la otra dirección. Dispararon, aunque sin mayor suerte.

―¿Y Esteban? ―preguntó José, que hasta ese momento se dio cuenta de que su amigo no estaba con ellos.

Ricardo se encogió de hombros. Regresaron al campamento. A José le temblaron las piernas y la escopeta se le escapó de las manos, a la vez que un líquido cálido le humedecía la entrepierna. A su lado, vio a Ricardo encogerse y empezar a vomitar.

El jabalí que vieron huir era el mismo que hacía un minuto estaba asándose a fuego lento. Su lugar lo ocupaba Esteban, desnudo, desollado, su piel quemándose, la grasa goteando.




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