Soñé que discutía con mi esposa porque tenía un amante. Eso me enfureció y arremetí contra ambos cuando los descubrí. ¡En mi propia habitación! ¡Habíase visto tal desfachatez!
Vi todo por la rendija de la puerta entreabierta. Con furia bajé por la vieja espada que reposaba sobre la repisa de la chimenea, comprobé que seguía conservando el filo y fui a por ellos.
Entré a la habitación como un vendaval. La puerta, abierta de manera abrupta, chocó contra la pared y los amantes dieron un salto y un grito. ¡Cómo no! Se suponía que volvía de mi viaje hasta el siguiente día.
No les di tiempo para que reaccionaran. Creo que no llegaron a decir palabra. Arremetí con fiereza. Corté sábanas, colchón y carne sin distinción. Por último, les corté las cabezas, que sangrantes, rodaron en la alfombra. Una gran mancha roja se expandió allí donde se detuvieron.
Entonces miré a la puerta y vi a mis dos hijos, de cinco y siete años. Estaban aterrados, aún sujetaban sus ositos de peluche. Miré sus cabellos rojizos, más parecidos a los de la cabeza masculina sobre la alfombra que a los míos o los de la infiel. La ira ciega me embargó en esos instantes y me abalancé sobre ellos.
Despierto en un viejo colchón, rodeado de negrura, la respiración agitada. Me incorporo sobre los codos y miro a mi alrededor. «Sólo fue una pesadilla», me digo. Poco a poco mi vista se acostumbra a la oscuridad, pero mis ojos no se apartan de la mesa que está al otro extremo de la cama.
Lo que me despertó no fue el sueño sangriento, sino algo más aterrador, algo que me heló la sangre y me llenó de inquietud. Después de matar a los cuatro, recuerdo que limpié y dejé las cabezas sobre la mesa, a modo de recordatorio de lo que les pasa a aquellos que intentan verme la cara. En mi pesadilla, la cabeza de hombre no está en la mesa, sino que está sobre un cuerpo horrendo que avanza con las manos extendidas para acabar con mi vida.
Por eso no aparto la vista de la mesa. Mi vista ya acostumbrada a la oscuridad sólo ve tres bultos sobre la mesa. ¡Tres! ¿Dónde está el otro? Y el miedo hondo de que la pesadilla sea real me empieza a calar.
El apagador está cerca de la cabecera. Extiendo la mano para encender las luces, sin apartar la vista de la mesa, oídos atentos a cualquier ruido, el corazón galopando en mi pecho.
Creo escuchar el ruido de unas pisadas que se acercan a mi cama, así que me doy prisa y enciendo las luces, dispuesto a aceptar lo que sea que ocurra. La claridad inunda la habitación, pero allí no hay nadie. Sin embargo, en la mesa sólo hay tres cabezas. ¿Dónde está la del amante?
Me incorporo un poco más, entonces la veo y me permito un suspiro de alivio. ¡Sólo se había caído! Ya más calmado me levanto y la devuelvo a su sitio. Me vuelvo a la cama y me sumerjo en sueños plagados de sangre y cabezas humanas.