Estaba asustado, aterrado y aterido por el frío. ¿Quién diablos me manda ir hacia el norte? Debí haber tomado dirección sur, seguro por esos lares hasta los zombis eran menos agresivos. Quizá ahora mismo estuvieran asoleándose en alguna playa. Pero claro, tenía que ir hacia el norte, cruzando el país en busca de mi esposa. La muy zorra seguro estaba ahora a salvo en algún lugar cálido, en la cama de algún oficial de la Salvación, o quizá bien muerta. Pues que se pudra. Maldigo mi estrella.
Estoy en los límites septentrionales del país, acosado, perseguido. Iba en busca de un refugio en algún pueblo cercano. El día anterior empezó a nevar, y la capa blanca ya alcanza varios centímetros de grosor. Sé que si paso otra noche a la intemperie voy a morir. Hoy, hace algunas horas, tres zombis surgieron de la nada y empezaron a perseguirme. Y yo que creí que en este erial gélido no encontraría a ninguno de los muertos-vivos.
Llevan persiguiéndome largas horas. Es tarde, casi de noche, estoy agotado, pero no puedo dejarlos atrás. Son tres, y los tres se mueven rápido. Creo que están evolucionando (es la palabra que viene a mi mente), pues recuerdo que cuando empezaron eran lentos como tortugas, ahora en cambio, tienen la agilidad de una persona normal.
Me he detenido contra un árbol para recuperar el aliento. A pesar del esfuerzo físico, todavía siento el frío y el viento que me quema la piel. Miró atrás, entre los árboles deshojados del bosque; miro las huellas marcadas en la nieve y comprendo que los zombis me siguen guiándose por ellas. Dios, ¿en qué se están convirtiendo?
Escucho una ramita que se quiebra, murmullos y gruñidos. ¡Casi parece que se estén quejando del ruido! Cojo una última bocanada de aire y me echo a correr.
El bosque continúa imperturbable durante un buen rato. El sol sigue su descenso hacia el horizonte, rojizo. Un silencio sepulcral planea sobre los árboles como una losa de muerte. Aparte de mí, no veo otro ser vivo, ni una mosca. A los que vienen atrás, no se les puede considerar seres vivos.
La oscuridad empieza a caer, y con ella la desolación y una resignación espantosa, pues comprendo que no veré otro día. El disco solar continúa hundiéndose en el horizonte y soy consciente de cada centímetro que desciende; jamás fui tan consciente como en esos instantes del paso del día a la noche. Tras de mí, las pisadas suenan más fuertes. ¡Oh, Dios! ¡Me están dando alcance! Claro, están muertos, ellos no se fatigan.
En el preciso instante que el sol se esconde, llego a un pequeño claro, veo una casa pintada de blanco por la nieve; pero lo más importante, veo humo salir de la chimenea y una luz amarillenta se escapa por la ventana. También escucho voces (¿humanas?) y una que otra risa. Si no estuviera tan fatigado daría una voltereta de alegría. ¡Humanos, ayuda!
Me echo a correr con mis últimos alientos y busco la puerta de entrada, que está frente a una calle que presuntamente debe llevar a un pueblo no muy lejano. Llamo sin un segundo de dilación. En el interior cesan las voces de golpe y casi puedo percibir el miedo y la incertidumbre.
―¿Quién? ―preguntan― ¿Quién llama? ―¿No noto muy forzada o carrasposa esa voz?
―Un pobre desdichado que busca ayuda ―digo―. Por favor, ábranme, me persiguen unos zombis.
Escucho una exclamación ahogada y me imagino a los miembros de la familia mirándose, consultándose con la mirada qué deben hacer. Espero con el corazón en un puño, conteniendo la respiración.
―Anda, hija, abre, invitémosle a la cena.
Se acercan pisadas a la puerta, se corren los cerrojos y la puerta se abre. Me precipito al interior y me encuentro en una sala caldeada por el calor de la chimenea. En los sofás viejos y apestosos hay sentados cuatro personas (dos adultos y dos niños), todos grises y apestosos, con algunos puntos calvos, a la mujer se le ve el cerebro en un costado y a uno de los pequeños le repta un gusano por un agujero en la mejilla. A la niña que abrió le falta la mitad de la cabellera y medio brazo. No puedo más y empiezo a vomitar.
―¡Oh, qué delicia! ¡Miren familia, la cena ya está aquí! ―anuncia el padre poniéndose de pie.
La puerta se abre otra vez y entran mis tres perseguidores.
―Por momentos pensamos que se escapaba ―dijo uno.
―Afortunadamente vino directo a casa ―señaló el padre.
Todos empiezan a rodearme, y sus ojos y gestos grotescos son evidencia de mi muerte próxima. «¡Ahora hablan y se organizan! ―pienso como idiota―. Mucho me temo que la humanidad esté perdida». Por lo menos, lo que es yo, ya estaba muerto.