Cuentos cortos de terror

Al apagarse la luz

Todos de niños hemos temido ese momento en el que las madres apagan la luz, ya sea tirando de la cadenita de la lámpara, presionando el botón del apagador o, simplemente soplando la llama de la vela o el candil. Luego están sus pasos alejándose en la oscuridad, y el sonido de la puerta al cerrarse. Nos quedamos en silencio, en la oscuridad. La vista acostumbrándose a la negrura empieza a distinguir contornos que se antojan de algún monstruo pesadillesco. Lo normal es cerrar los ojos, cubrirnos de pies a cabeza con la sábana y sumergirnos en el mundo incomprensible de los sueños.

La pregunta que me he hecho siempre es: ¿por qué tememos a la oscuridad?, ¿por qué creemos que en ella se oculta algo aterrador cuyo único propósito es llevarnos a su mundo de terror? Pero lo verdaderamente aterrador es que nadie nos enseña a temer a la oscuridad, o al menos yo no recuerdo a mi madre cantándome canciones de cuna sobre los horrores que alberga la noche oscura. Me pregunto si verdaderamente es algo aprendido o inherente a nuestra naturaleza. Porque si es inherente, es que el motivo del terror es real.

Quizá, sólo quizá, sí hay algo oscuro y malintencionado que viene con la oscuridad, con la diferencia que, aunque todos le tememos, sólo unos pocos son los desafortunados que llegan a presenciar al ser horrendo (o alguno de ellos) que tanto miedo nos causaron y siguen causando en la niñez.

Elder no era diferente a ninguno de nosotros. También sentía pavor al momento en que su madre apagaba las luces. Le valía que hasta los cuatro años durmió en la habitación de sus padres, hasta que se hizo demasiado grande para su cuna de bebé. O eso dijeron sus padres, cuando en realidad lo que querían era su espacio para hacer el amor, ya que, con el chico tan grande, tenían miedo de provocarle algún trauma.

Los primeros días en su propio cuarto, que estaba al lado del de los padres, el niño era dormido en su cuna y posteriormente llevado en brazos a su camita. Cuando despertaba, desorientado, empezaba a ver formas horrendas a su alrededor y las esquinas, todavía más oscuras, sospechaba servían de escondite a monstruos horribles. Salía corriendo y se iba a meter a su cuna.

Ocurrió así durante unos meses. Hasta que la suegra le recomendó a la señora que le dejaran una pequeña lámpara junto a la cama.

―Lo a que tu hijo lo asusta no es la soledad, sino la oscuridad ―aseveró.

La madre siguió el consejo de la señora (no muy convencida, porque de las suegras, además del hijo, nunca se puede esperar nada bueno) y para su sorpresa, el truco funcionó. Por fin pudo disfrutar con su marido de la privacidad que necesitaban y el pequeño parecía empezar a dejar las faldas de la madre. Eso era bueno.

Al cumplir cinco años, la lámpara, que era una imitación del pato Donald, se arruinó. Esa misma noche, el pequeño regresó a la habitación de los padres, temblando y llorando de miedo.

―Corazón, ¿qué ocurre? ―preguntó la madre.

―Monstruo, monstruo ―fue lo único que acertó a decir Elder. Al otro día, con más calma, dijo que el armario se había abierto una rendija y un monstruo se había quedado mirándolo con un ojo maligno.

De manera que se terminó sustituyendo la lámpara de Donald por una de un pitufo.

A los seis años, después de mucho insistirle, lograron convencerlo de que ya estaba grandecito y tenía que aprender a dormir con la luz apagada. No porque el gasto de la lámpara fuera un problema, sino porque necesitaba crecer sin miedo. Si ya sabía que Santa no era real, también tenía que aceptar que los monstruos de los armarios, los rincones y de debajo de la cama, también eran falsos. Como punto intermedio se acordó dejarle la lámpara para que la encendiera cuando tuviera miedo.

Elder pensaba «¿Y si los monstruos son reales?» A regañadientes aceptó. No pocas veces, cuando la madre iba a despertarlo, encontraba que el chico dormía con la lámpara encendida. El muchacho le decía que se despertaba porque alguien lo miraba o se acercaba, y que por eso encendía la luz, para ahuyentarlo. La mirada de reproche de la madre lo hería en su orgullo.

¿Por qué nadie le creía? ¡No era justo!

Cierta noche, despertó sobrecogido por un miedo helado. La puerta del armario estaba entreabierta, asomaba un ojo maligno por la rendija y una mano se sujetaba del borde, como preparándose para salir. El chico dio un grito y encendió las luces. Ojo y mano desaparecieron.

Se contentaba con saber que dentro de poco cumpliría siete años. Dejaría de ser un crío, y, pensaba, quizá el monstruo que venía con la oscuridad se marchara a torturar a otro desafortunado.

La siguiente noche, cuando despertó, el monstruo ya había salido del armario, y lo miraba con rostro grotesco y grandes ojos. Al encender la lámpara, el monstruo desapareció. La otra noche el monstruo estaba más cerca. Con horror comprendió que el monstruo se acercaba más y más. Lo peor fue que sus padres lo regañaron cuando se los contó. Había que tener en cuenta que ellos ya tenían otro hijo y Elder ya no era el centro de atención.




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