Juan estaba borracho como una cuba. No borracho como otras tantas veces, sino borracho de veras. En otras ocasiones, al llegar a la encrucijada, habría sabido elegir el camino correcto. En esa ocasión eligió el Camino Fantasma, como todo mundo le llamaba, un camino que bordeaba el exterior del cementerio, colindando con tierras de nadie. En ese camino la gente sólo pasaba de día, nunca tras la puesta del sol. Sencillamente, allí había fantasmas y cosas peores.
En su fuero interior había tomado el camino correcto, de la misma manera que imaginaba caminar derecho cuando en realidad iba en zigzag. Era la una de la mañana y la luna era una rendija en el manto negro del cielo. La oscuridad que lo rodeaba debió haber sido indicio de que se había equivocado de sendero, pues el otro estaba iluminado por farolas. Si la oscuridad no era suficiente evidencia, tendría que haberla sido las risas que de donde en donde se escuchaban y las sombras que se escurrían por el rabillo del ojo.
De haberse percatado de su error en esos momentos, cuando todavía no se internaba demasiado en el Camino Fantasma, puede que todavía hubiese tenido tiempo de dar la vuelta y enmendar su error. Estaba muy pasado de copas, así que no se dio cuenta.
El cementerio, que pertenecía a una pequeña aldea, sólo estaba cercado con postes rústicos y alambre de púas. Algunos de los postes estaban podridos y sólo los detenía el alambre oxidado. En esa noche casi negra, no se miraban los postes; tampoco el alambre. Juan no lo vio, pero, trotando entre dos panteones, una pequeña figura negra cruzó bajo el alambre y lo acompañó en su andar.
Se percató de la presencia de la pequeña criatura momentos después. Le pareció que era un perrito, no más grande que un gato, un cachorro, y era negro como el ébano. Miró al frente, para asegurarse que seguía en el camino. Al bajar la vista al pequeño perrito, este ya no era un perrito, sino un pequeño avestruz (según su interpretación) del tamaño de un pavo. Estaba ebrio, así que rio, como si el cambio del animal fuera muy gracioso.
Tendría que haberse dado cuenta que no era natural. Ningún canino se convierte en ave en un abrir y cerrar de ojos, a menos que lo estés imaginando, que muy probablemente era lo que pasaba por la mente embotada de Juan. Sino por el pequeño trujan, debió percatarse de lo aterrador de la situación por los gritos que llegaban a sus oídos o por las risas burlonas, o por las figuras horrendas que de cuando en cuando se cruzaban en su camino.
Un tramo más adelante ya no tuvo que bajar la vista para ver a su acompañante, este le llegaba a la cintura, y no era un avestruz sino una especie de gorila de rostro horrendo que caminaba balanceándose en sus grandes brazos. Quizá fue el feo rostro del simio, o el balanceo de su cuerpo para avanzar un trecho, o quizá el efecto del alcohol empezaba a esfumarse, lo cierto es que no fue hasta ese momento que Juan se percató de dónde estaba. El miedo se abalanzó sobre él como un gélido alud.
Recordó con horrenda nitidez el momento en que cogió el camino equivocado. Las risas burlonas y los gritos penetraron en sus oídos y en su mente en una horrible cacofonía a la vez que el simio rugía de forma horrible mientras se golpeaba el pecho. Miró en ambas direcciones del camino, tratando de decidir cuál le llevaba a la salida más cercana, pero todo estaba oscuro y era imposible saberlo.
Sintió una vaharada de aire con olor a azufre en el rostro. Volvió el rostro demudado por el terror y se encontró con que no era aire, sino el aliento de una bestia semihumana con rostro de toro, que resollaba humo por las narices. Hasta pudo ver sus cuernos curvos del color del marfil.
«Dios, si me sacas de esta, juro no volver a tomar», suplicó antes de que la bestia le mordiera el cuello de la camisa y empezara a arrastrarlo hacia el cementerio. Empezó a gritar, con gritos inhumanos que despertaron a los vecinos más cercanos y hasta a otros no tan cercanos; todos se santiguaron a la vez que apretaban en las manos sus amuletos religiosos.
Agitó las manos en gesto desesperado, que fueron gestos fútiles. De todas direcciones le llegaban risas burlonas y voces que se mofaban de su estupidez. Mientras todavía era arrastrado, a su alrededor se formó un corro de pesadillescas criaturas que continuaron con las risas y la burla.
Poco después sus gritos cesaron y la gente que los escuchó intentó conciliar el sueño. Pocos lo lograron de inmediato, otros tardaron una o dos horas, y algunos pocos no lograron dormir. Todos sabían lo que los gritos significaban: algún otro incauto había sido víctima del Camino Fantasma. Lamentablemente no era el primero, y era de esperar que no sería el último.