Hacía un año que mi madre no utilizaba el fogón (o poyetón como le llamamos nosotros) que estaba en la cocina. En su lugar utilizaba sólo la estufa, con la consecuencia de que el gasto en gas era elevado. Verán, nosotros vivíamos en un área rural, muy cerca de bosques donde conseguir leña era fácil y barato. He allí el por qué no comprendía la reciente aversión de mi progenitora por un objeto tan útil.
Cuando se lo pregunté, la noté nerviosa. Era de mañana y estábamos solos, tanto padre como mis hermanos andaban trabajando en el campo.
―Es porque en ese poyetón empezó a aparecerse el demonio ―me dijo. Yo tenía siete años por lo que me asusté muchísimo―. Eres el único que no lo sabía, porque te consideramos pequeño. Pero te lo digo para que no vayas a hacer ninguna tontería.
―¿El demonio? ¿Cómo? ―insistí.
―No tienes por qué saber detalles. No sabemos cómo vino a parar allí, pero no es algo que desee que mires. Por eso prométeme que no harás ninguna tontería.
Se lo prometí, como era de esperar. Pero una semana después madre se fue de compras al pueblo, y me quedé solo en casa.
«¿El demonio?», me preguntaba en la mente. Era pequeño, y aunque todo me daba miedo, sentía mucha curiosidad. De modo que junté algunas astillas, algunos leños y encendí fuego. Era a eso a lo que madre se refería cuando me hizo prometer que no cometería ninguna tontería.
Al principio las llamitas eran débiles y trémulas, me hicieron pensar en una cría recién nacida. Temblorosas y todo, terminaron de encender el resto de astillas y luego los leños. A los pocos minutos ya tenía una gran llama en una de las hornillas. La llama era vigorosa y emitía un calor que me tostaba la cara. Yo mantenía el rostro cerca, la vista fija, con deseos de ver si sucedía algo.
De pronto, el mundo pareció oscurecerse y la llama creció ante mí de forma espantosa. Me retiré asustado, y empecé a arrepentirme por encenderla. Las llamas empezaron a crepitar y arremolinarse, parecía que danzaban. En esos momentos ya estaba totalmente aterrado. Fui a la pila y cogí una palangana de agua.
Al regresar me topé con el rostro del demonio. Las llamas eran amarillentas, el demonio tenía el color rojo de la sangre. Y era horrible, su rostro era alargado, casi inhumano y sus ojos negros y naranja, y cómo reía, con una risa que torturaba los tímpanos. La palangana de agua cayó al suelo cuando me llevé las manos para proteger mis oídos.
El demonio continuó riendo y yo empecé a gritar. El mundo se tornaba oscuro, y a medida que el mundo se oscurecía, el rostro del demonio se hacía más grande, a tal punto que sus cabellos de fuego llegaron a lamer la lámina del techo.
El demonio dejó de reír, me miró con fijeza y satisfacción. Echó la cabeza hacia atrás cual serpiente preparándose para atacar, entonces mis tímpanos estallaron y un líquido caliente humedeció mis manos. El mundo se tornó oscuridad.
Desperté en un hospital y mi madre me abrazó llorando. Cuando estuve repuesto días después, me dieron la paliza de mi vida, por andar haciendo promesas que no pensaba cumplir. El fogón fue hecho trizas y tirado al basurero. Ahora todo lo cocinamos muy contentos en la estufa. Nadie quiere oír hablar de otro fogón.
Si he de ser sincero, extraño los asados. Quizá más adelante, cuando sea mayor.