Aníbal tuvo la impresión de que algo iba mal desde que aparcó el coche junto al garaje. Nada resaltaba como anormal en el frente de la casa en una primera impresión. El auto de su esposa estaba aparcado en el lado izquierdo de la entrada al garaje; el césped estaba cortado y cuidado; las flores del pequeño jardín se mecían al compás de la brisa, la puerta estaba cerrada; las cortinas de las ventanas también estaban cerradas.
«Eso es ―pensó con recelo―. Rosario siempre corre las cortinas cuando está en casa. Pero es que ella está en casa».
Se acercó a la puerta llevando su portafolio en la mano derecha. Además de las cortinas, otro detalle que le llamó la atención fue el silencio: ni el ruido de la tv, ni el de la radio, ni de la olla hirviendo en la estufa o el cuchillo picando verdura… «¿Estará indispuesta?»
Al entrar a la casa, lo primero que vio fue la zapatilla medio oculta en el sofá de la sala. El corazón le dio un vuelco. Rosario no era así de desordenada. «Esa zapatilla era la que traía puesta esta mañana».
―Rosario, amor ―llamó.
No hubo respuesta. Se agachó y cogió la zapatilla, le dio vuelta en las manos, tratando de dilucidar qué hacía allí. Miró debajo del sofá, buscando el par. Buscó en el resto de la sala. La otra no estaba. Lo que halló fue un mechón de cabello al pie de las escaleras que conducían al segundo piso, lo cogió; no había sido cortado, sino arrancado desde la raíz, con los folículos manchados de sangre.
«¡Rosario!», pensó en un suplició. Escaleras arriba encontró algunos cabellos más.
―¡Rosario, amor! ¿Estás bien? ―llamó de nuevo.
Subía las escaleras de dos en dos, temblando a causa de un temor que era tan fuerte como un terremoto, que lo sacudía y aceleraba su respiración. «Señor, que esté bien, por favor ―suplicó―. Que sólo hayan entrado a robar».
Se detuvo un segundo al llegar al rellano, el corazón detenido por un momento. Unos metros delante estaba su mujer, desparramada en el piso, en medio de un charco de sangre. «¡No! ¡Rosario!»
Escuchó un leve silbido. Corrió hacia su mujer, deseando que no estuviera muerta, pero apenas dio dos pasos antes de caer. «¿Qué demonios…?» Escuchó pasos tras él. Dio la vuelta para ver mejor a su atacante; le costó un mundo girarse.
El tipo que sostenía un arma con silenciador era el mismo tipo desgreñado y cadavérico que esa mañana salió en el noticiero, donde comunicaban que era un loco de mucho cuidado, recién escapado del manicomio donde estaba recluido.
«Del millón de casas que hay en esta puta ciudad, tenía que venir precisamente aquí», pensó con ironía. El tubo del arma soltaba un pequeño hilillo de humo. «Ha disparado ―comprendió―. A mí». Entonces se miró el pecho, una mancha roja se extendía por su camisa.
«Entre tanta mala suerte, al menos no duele mucho ―se consoló―. ¡Pero qué frío se siente!»
―No venía por el esposo ―dijo el loco, apuntando al pecho de Aníbal―, sólo por la esposa. Mala suerte la tuya, amigo.
Se escuchó otro leve silbido y Aníbal quedó inerte.
El loco salió de la casa con parsimonia. «Una menos ―pensó―. Rosario, se llamaba Rosario. Aún quedan muchas por delante».
La mujer que se llamaba Rosario le había hecho la vida de cuadritos junto a otra docena de niñas cuando eran pequeños. Otra docena había hecho lo mismo durante la adolescencia. Él las tenía anotadas a todas, y todas iban a morir. Ya había matado algunas la vez que lo encerraron. Pero esta vez no se dejaría atrapar hasta que todas estuvieran muertas. «Y vean mi cara. Antes tienen que ver mi cara».