Sólo eran las once de la noche. Jacobo regresaba de la feria. Su intención había sido emborracharse, pero perdió su billete de doscientos quetzales con el que pensaba costearse. Le quedó pura calderilla; unas cuantas cervezas y ya no tenía nada. Se habían ofrecido invitarlo, pero se sentía un estorbo sin un quinto en la bolsa.
Como imaginarán, no regresaba muy contento. Salió de la feria sin mirar a nadie, la vista fija en el camino de terracería. Chocó de hombros con algún tipo, pero ni siquiera aminoró su paso para disculparse. En casa tenía una botella de ron del más barato, se la tomaría de un par de tragos y se echaría a dormir semiinconsciente; mañana agradecería despertar sin el fuerte dolor de cabeza que era la firma de la resaca. Mañana, esa noche no.
Unas ocho manzanas más adelante, mientras pasaba por unos predios solitarios, escuchó los sollozos de alguien. Jacobo sintió el escalofrío nacer en la base de la columna hasta expandirse al resto del cuerpo. El llanto, en una zona inhabitada, a las once de la noche, tenía una cualidad ominosa que le heló el corazón.
Antes de que empezara a imaginar orígenes sobrenaturales para el llanto, vio a la niña al otro lado de la calle. Lloraba con una mano en el rostro, la otra laxa; tenía un vestido amarillento, que algún tiempo atrás debió haber sido blanco; la cabellera, lisa y negra, le caía muy por debajo de la línea de la cintura.
Jacobo, tras superar un millar de inseguridades, se acercó a la muchacha. A juzgar por lo que veía, no tendría más de siete u ocho años.
La muchacha no dejaba de llorar. No era un llanto desenfrenado, sino un sollozo cadencioso; el llanto de alguien que lleva ratos llorando. Jacobo miró en derredor, mientras se acercaba vacilante, procurando comprender el origen del llanto de la muchacha. No vio a nadie. Estaban solos.
Llegó al lado de la muchacha, que seguía sollozando, la vista fija en algún punto de la maleza que había reclamado el terreno de enfrente. Jacobo siguió la dirección que miraba la niña. Vio algunos arbustos, un guayabo y oscuridad, la maleza no dejaba ver nada más.
―Hola ―saludó―. No deberías estar aquí. ¿Estás esperando a alguien?
La niña contuvo los sollozos el tiempo suficiente para contestar:
―A mis papás.
―¿Tus papás? ―repitió Jacobo―. ¿Están allí dentro?
―Sí.
―Ah, ya entiendo. Entraron porque la necesidad ya los cargaba.
―No. ¡Allí los mataron!
Jacobo rió nervioso.
―¿Cómo dices?
La niña se volvió para mirarlo, su larga cabellera negra voló y se fundió un segundo con la noche. Su rostro era purpureo, estaba hinchado, los ojos saltados y la lengua de fuera. La marca roja del lazo con el que se había ahorcado sobresalía en su cuello.
―¡Qué allí mataron a mis padres! ―repitió con voz que restalló como un látigo.
El cuerpo entero de Jacobo empezó a temblar, y las piernas, aguadas como gelatina, estaban a punto de ceder. Reconoció el rostro de la pequeña. Había causado revuelo cinco años atrás, cuando se suicidó en casa de sus abuelos. Poco antes, sus padres fueron brutalmente asesinados en el predio que había estado mirando. En una nota había escrito que iba a reunirse con ellos. Al parecer, todavía no había conseguido su objetivo.
―¡Pero lo conseguiré! ―chilló con voz aguda.
Las piernas de Jacobo terminaron de ceder, a la vez que algo cálido humedecía su entrepierna. La niña se acercó y le rodeó el cuello con sus manos negras, gangrenadas. El cabello negro se mecía como el péndulo de un viejo reloj mientras apretaba con una fuerza impensable en una niña de siete años; pero ella la tenía, sólo que no era una niña cualquiera.
Jacobo fue la primera víctima del “Estrangulador”, como llamaron al psicópata que empezó a matar sin discriminación en los despoblados. Cómo se horrorizarían si supieran que es una dulce niña-muerta que busca reencontrarse con sus padres. Para ello tendrá que pagar un precio… bueno, los habitantes del lugar lo están pagando.
¡Quién sabe a cuánto equivale el precio!