¿La muerte? ¿El fin de una aventura o el fin de todo?
Siempre me he hecho esa pregunta. Tras finalizar la aventura que es la vida: ¿empezamos otra?, ¿entramos en un sueño que será interrumpido como dicen los cristianos con la venida de Cristo?, ¿o es el fin de todo y somos nada, ni luz ni oscuridad, únicamente nada?
Esas y otras reflexiones menos halagüeñas venían a mi mente siempre que iba a un velatorio. Era un tipo muy dado a sumergirme en el torbellino de mis pensamientos de filosofía barata, y cuando estaba en uno de esos lamentables eventos, tendía a pasarme la velada pensando en la muerte.
En esa ocasión estaba igual o peor que antes. Me mantuve apartado del grupo principal de gente. Vagabundeé entre los asistentes de la parte de atrás, los que iban sólo por la comida y para emborracharse, al mismo tiempo que jugaban a las cartas.
Andaba meditabundo, ensimismado en mis propias cavilaciones, temiendo a la muerte, que era capaz de sorprender en cualquier momento o cualquier persona. Estaba entre la gente, pero no estaba entre ellos. No me miraban y yo no los miraba a ellos; me ignoraban adrede, yo ni siquiera era consciente de su presencia. Sólo importaba el ataúd de enfrente y mis temores.
Porque yo más que a nada le temía a la muerte. Tenía un miedo espantoso de lo que pudiera encontrar después de ella. Tenía treinta años, era relativamente joven, pero como ya dije antes: puede sorprender a cualquiera.
Esa noche tenía más miedo que nunca. Un miedo atroz que corroía cada centímetro de mi cuerpo y de mi alma, era como si la muerte ya posara sobre mis hombros. Me movía inquieto, sumido en pensamientos que estrujaban mi alma, con miedo de mirar el ataúd guardado por jarros de flores que descansaba en una mesa.
Miraba a la gente: los de atrás reían, los de en medio tenía rostros solemnes, y en frente lloraban. Los conocía casi a todos. Vi a mi esposa y a mi madre muy cerca del ataúd llorar amargamente; mi padre estaba en un corredor tomando una taza de café, sus ojos también estaban rojos por el llanto; mis hermanos y tíos andaban de aquí para allá, repartiendo café entre los asistentes, también se les veía muy tocados.
Casi toda mi familia estaba presente, cuestión que resultaba de lo más rara. El miedo se convirtió en terror, y el terror en pánico a medida que fui comprendiendo. Mi garganta se convirtió en un grueso nudo cuando empecé a recordar. ¡Ah, el recuerdo! ¡Evocación de dichas pasadas y de tragos amargos! En ese momento me trajo un río de amargura y dolor, sobre todo de pánico y comprensión.
Corrí hasta el frente, moviéndome entre la gente, que miraba a todos lados de pronto asustada. Una señora se atravesó en mi camino, ya no podía esquivarla, iba a chocarla y tirarla al suelo. La atravesé como una cortina de agua, ella se estremeció y miró aterrada en derredor.
―¿Pasa algo, mamá? ―preguntó la joven que la acompañaba.
―Nada ―dijo la mujer―. Está haciendo mucho frío. ―Se abrigó más.
La comprensión fue absoluta en ese momento. La comprensión lo hizo todo más aterrador. Pero continué, tenía que confirmarlo. Llegué hasta la mesa en la que descansaba el ataúd, la ventanilla estaba izada. Con horror miré mi rostro, mis ojos cerrados, mi boca cerrada, mi nariz taponada con algodón igual que mis orejas, mi cabeza costurada…
El grito que brotó de mi garganta incorpórea fue tan angustioso que llegó a los oídos de los asistentes más sensibles. Algunos se arrebujaron en sus abrigos y otros se santiguaron, conscientes de que esa noche no estaba sólo entre vivos.
He allí una respuesta a la pregunta que más me carcomía por dentro. ¡Pero qué respuesta! Es aterradora, totalmente aterradora. Ojalá no sea la única, ojalá haya otras alternativas, porque si esto es lo que les espera a todos, los compadezco.
Fue así como inició mi periplo solitario entre los vivos, etéreo entre materia, frío entre calor… ¡fue el inicio de mi aventura como fantasma entre los vivos!
Y tú, ¿te unirás a mí o te aguarda un camino diferente?