La tinaja era grande, alrededor de un metro de altura, con poco menos de anchura en su máxima extensión. Estaba a orillas del camino sin más, incólume. Transmitía una sensación de que era ella la que quería estar allí, como si el individuo que la abandonó la hubiera dejado justo donde la vasija quería.
Arlene había leído Las Mil y Una Noches, esa recopilación mágica de cuentos árabes. De entre todas, le encantó la de Alí Babá y los cuarenta ladrones. Le encantaba cómo la doncella, sirvienta de Alí, descubría la argucia de los ladrones que se escondían en tinajas de aceite y volvía las tornas en su contra. Esa tinaja a orillas del camino, le parecía sacada de esa historia en particular.
Arlene se acercó con pasos cautelosos. Como en el cuento de Alí Babá, temía lo que pudiera haber dentro. Se asomó, los cabellos negros le resbalaron por los hombros, rozaban la boca de la enorme vasija. Las paredes estaban sumergidas en sombras. En el fondo, del color del barro, se apreciaba un objeto brillante que resplandecía con los rayos del sol. Se trataba de una gargantilla de diamantes.
La emoción subió de súbito a su pecho y un jadeo salió de su boca y nariz, impresionada: «¡Un collar de diamantes!». Arlene tenía catorce años, y ya había tenido algunos arrumacos con uno que otro chico, no era una niña inocente, sabía del valor de los diamantes. Se imaginó la envidia que despertaría en las demás chicas y la admiración que provocaría en los jóvenes. Mejor aún, podía venderlos y comprarse ropa y joyas de menor cuantía.
Asomó la mano al borde, la iba a bajar, entonces se detuvo. En las sombras de las paredes creyó ver algo que reptaba, como una serpiente, y el miedo la azotó como una ráfaga de gélido viento. Miró mejor, con el corazón acelerado, todo se veía en calma. «No fue nada», se dijo. Nunca se preguntó que hacía esa tinaja de tiempos pretéritos en ese lugar ni por qué había joya tan valiosa en su interior.
Su mente sólo pensó en que se trataba de una joya de valor incalculable, bien merecía el riesgo. Se inclinó más y sumergió un brazo y la cabeza dentro de la tinaja para llegar al fondo. Cerró sus dedos en torno a la joya, y la retiró de inmediato, pues el contacto escurridizo y viscoso le produjo náuseas.
Lo que había sujetado no era ninguna joya, sino la cola de algo semejante a una serpiente. Quiso salir del interior de la tinaja, pero algo la cogió de sus cabellos que flotaban en torno a su rostro. En una pared vio dos ojillos verdes y malévolos antes de sentir el tirón y ser arrastrada al fondo de la tinaja.
Gritó hasta que una extremidad viscosa se sumergió en su garganta, suprimiendo sus alaridos, asfixiándola. Sintió la vida escapársele segundo a segundo, maldijo el maldito diamante, pero sobre todo, maldijo su imprudencia.
La vida se fue escapando poco a poco, en medio de una agonía interminable, sintiendo cómo el ser de la tinaja se alimentaba tanto de su cuerpo como de su alma.
Mientras moría, jamás imaginó que la vasija ya no estaba en el lugar donde la encontrara. Había desaparecido. Regresaría a algún lugar distinto cuando el ser que la habitara sintiera hambre.