Cuentos cortos de terror

El huerto

Cuando mi primo se fue a vivir a la ciudad, me dejó a cargo de la cabaña y del huerto. Dijo que podía trabajarlo y ganarme la vida por medio de él, algo así como un usufructo. Se lo agradecí, ya que todavía vivía en la casita de mis papás, y mudarme, en cierta forma, me hizo sentir independiente.

Antes de irse me llamó aparte y me habló:

―Sabes que el huerto es antiguo ―dijo, no era una pregunta, pero yo asentí―. Es el único del pueblo, y en cierta forma, es lo único que aporta algo fresco a las mesas de los vecinos. Muchos han intentado cultivar también, pero nadie lo consigue, todo se seca, sólo el mío, ahora nuestro, reverdece y produce.

»Este huerto lo empezó mi abuelo ―continuó―, lo heredó mi padre, y posteriormente yo. Y míralo, siempre nace lo que siembro y siempre produce lo que nace. Sé lo que sale de boca de los más supersticiosos, incluso tú lo has oído. ―Asentí de nuevo―. No estoy seguro que sea cierto, pero tengo mis recelos. Papá me contó lo que su padre le contó a él.

»Mi abuelo fue de los primeros en asentarse en este lugar. Tras tres años, estaba dispuesto a emular a varios de sus compañeros, que cogieron sus cosas y se fueron a otro lugar. Sencillamente aquí no crecía nada. Había pesca y caza, incluso yacimientos de valiosos minerales, pero no crecía otra cosa.

»Antes de marcharse, apareció un tipo con sombrero de ala ancha que le cubría el rostro. Le enseñó un tramo de terreno que nadie había reclamado (éste terreno donde está el huerto) y le dijo que, si sembraba aquí, cosecharía como si fertilizara con el mejor abono. Y así fue. Mi abuelo se convirtió en el proveedor de verduras y frutas frescas de este lugar alejado de la civilización.

»Pero había una condición, el hombre del ancho sombrero dijo que tenía una familia muy peculiar, que cada siete días vendrían al huerto y cogerían lo que consideraran conveniente. Cuando eso, mi abuelo no tenía que salir de casa, debía dejarlos hacer, pues, verás, a los parientes de este personaje les gusta la comida fresca, y no se limitan a verduras precisamente.

»Por eso no tenemos perros ―agregó sin más―, ya ves que estos defienden a toda costa lo que es de sus dueños. Por eso, cuando por las noches escuches algún ruido peculiar o que te erice los pelos, no salgas por nada del mundo.

Al otro día se fue a la ciudad, y yo me qué meditando sobre sus palabras. Al final decidí que sólo era una broma.

Eso fue hace cinco días. Esta es mi tercera noche en la cabaña y me he despertado presa de un frío infundado (pues estamos en el apogeo del verano). Escucho risas y susurros apagados afuera de la cabaña. Escucho pasos y ruidos sordos. Los árboles se agitan al ser descargados. El frío es gélido y tengo la piel de gallina. Imagino seres horribles recorriendo el huerto y cogiendo a placer lo que les plazca.

Podría estar equivocado. Puede que sean sólo ladrones. Pero tengo la cordura y soy lo suficientemente cobarde para no salir. ¿Arriesgar mi vida por unas legumbres? No, no lo haré.

Me envuelvo más en mi chamarra e intento dormir. Afuera, los ruidos continúan. Mi último pensamiento es que son los parientes del hombre de sombrero de ala ancha que cobran la comisión por ceder tan excepcional terreno. 




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