Cuentos cortos de terror

Voces

¿Atrapados?, sí, creo que esa palabra es la que define nuestra situación.

Viajábamos en el viejo coche de la familia. Los seis. Mis padres y mis tres hermanos. Una tormenta nos atrapó y corrimos a refugiarnos en esta vieja casucha en la cual estamos cuando el coche falló.

Soy la menor, de manera que soy la que menos debe preocuparse, pues los encargados de solucionar los problemas son los adultos, luego, los hermanos mayores. El caso es que estoy muy preocupada y asustada. Si yo estoy así, ¿cómo se encontrarán mis hermanos?

Hace cuatro días que estamos aquí. La tormenta cesó, pero las cosas horribles que vinieron con ella no. No estoy segura si vinieron con la tormenta o la tormenta nos trajo a ellas, lo cierto es que no estamos solos. Aunque no hemos visto nada ni a nadie, estamos seguros, pues los oímos.

Oímos aullidos lobunos, gruñidos aterradores, ululares escalofriantes, gritos estridentes e inhumanos.

Papá salió tras la primera noche en esta casa. Se armó con garrotes y varillas de metal. Dijo que iría a buscar ayuda. Pero nadie lo ayudó. Lo oímos gritar. Lo oímos morir. Después oímos nuestro llanto.

Un día después salió mamá, que no quiso que sus hijos se arriesgaran. A ella también la oímos morir. Esa noche, mientras llorábamos y nuestros estómagos se contraían a causa del hambre, oímos la voz de mamá. Creímos que volvía con ayuda. Su voz tenía una cualidad extraña.

―¡Hijos, vengan, estoy con papá! ―dijo, su voz era calma pero se oía fuerte, como si estuviera muy cerca― ¡Tenemos comida!

Nadie se atrevió a salir.

Ayer el hambre continuó torturándonos, el hambre y la sed. Al caer la noche empezó mamá a llamarnos de nuevo, esta vez la apoyó papá. Sus promesas de bienestar convencieron a mi hermano más próximo en edad. A pesar de nuestros esfuerzos por retenerlo, rompió una ventana y corrió hacia la voz que llamaba desde la oscuridad.

Ahora sólo quedamos tres. Estoy tirada en viejo edredón lleno de pulgas. Siguen llamando, esta vez son tres las voces, se oyen tan suplicantes, tan prometedoras… El hambre y la sed me tienen débil, no quiero caminar ni moverme, así que mejor dejo que el sueño me arrope.

Despierto a mitad de la noche. La débil luz de la luna se filtra por una ventana. Llamo a mis hermanos y nadie responde. Insisto e insisto pues empiezo a temer lo peor. La respuesta viene en la voz de mi madre, que me llama.

―¡Ana, cariño, ven con mamá! ―dice, sufro un escalofrío. Pero es su voz, es mi madre…

A la voz de mamá se une la de papá. ¿Son ellos? Tienen que ser ellos, por qué me mentirían.

Después escucho la llamada de mis hermanos.

―¡Vamos, Ana, ven! ¿A qué esperas? Acá estamos todos juntos, y hay comida, mucha comida.

Soy una niña de once años, sola, con más de cien horas sin probar bocado o un trago de agua. Estoy famélica. Toda mi familia se ha ido y me llama. ¿Qué gano quedándome sola en una casa que ni es la nuestra? Además, ellos tienen comida.

Me levanto del edredón y empiezo a caminar. El aire frío acaricia mi piel resentida, y promete, promete… Me sumerjo en la oscuridad. La voz de mi familia me arrulla mientras avanzo. Es doloroso, las fieras y monstruos se abalanzan sobre mí, pero qué importa, desde que entramos a esa casa estábamos muertos, condenados a morir. Ahora lo sé.




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