El grito penetró la bruma del sueño de la mujer, extrayéndola del mismo de forma abrupta. Se incorporó con una mano sobre el corazón, asustada.
«¡Thomas!», pensó con miedo. Estaba segura que ese grito provenía del cuarto de su hijo, contiguo al suyo.
―Esteban, despierta ―dijo a su marido. No era la primera vez que se despertaba por alguna pesadilla o el llanto de su hijo, pero esa vez era diferente. El miedo que la envolvía en su gélido abrazo era angustiante―. ¡Es Thomas, algo le pasa!
Su esposo se revolvió en sueños y murmuró algo sobre que lo dejase dormir. La mujer le dio un puntapié, con lo que sólo consiguió que el hombre se enchamarrara más. «Maldito», deseó molerlo a golpes. En su lugar, corrió a la habitación del niño.
Al abrir la puerta, un sollozo apagado llegó a sus oídos, estrujándole el corazón. La cortina de la ventana estaba alzada. Al mirar con más atención, la mujer se dio cuenta que el cristal de la ventana también estaba alzado. La luz argéntea de la luna llenaba la habitación, dándole un aspecto fantasmagórico.
Su hijo estaba de espaldas, parado frente a la ventana. Sus hombros se convulsionaban levemente a causa del llanto, con sus manos se enjuagaba los ojos.
―¡Thomas! ¿Estás bien? ―preguntó la mujer. Nada en la habitación parecía fuera de lugar, no obstante, el miedo la hacía su presa con escalofriante brío.
Los hombros del niño se agitaron con más fuerza al escuchar la voz de su madre. Sus sollozos arreciaron y subieron de volumen.
―¿Cariño, qué pasa?
―¡Mamá, mis ojos!
―¿Qué pasa con tus ojos, mi amor?
―¡Se los llevó!
La mujer se llevó una mano a la boca y otra al corazón, que sintió que se le paraba. El tono de voz de su hijo, la frase que tenía todo el matiz de ser cierta, ese miedo avasallador, su afán protector de madre…
―¡Nooo! ―susurró en un lamento― ¿Quién?
―¡Él!
Thomas estiró la mano y señaló el exterior a través del vano de la ventana. La mujer se acercó cautelosa, las piernas le temblaban. Afuera, oculto por la sombra de un ficus, había una sombra de pie. Cuando la mujer se asomó a la ventana, la sombra caminó hacia la luz.
No se detuvo a mirar su figura, pues su vista quedó clavada en los ojos del ser: azules, cual reflejo del cielo en hielo cristalino. Eran los ojos más azules que pudieran existir, unos ojos que conocía muy bien, que habían hecho de su dueño alguien muy especial: ¡Eran los ojos de Thomas!
Con horror volvió la vista a su hijo. Thomas sollozaba y se restregada con las manos los hilillos de sangre que manaban de dos cuencas vacías, oscuras.
―¡Mamá, mis ojos! ―sollozó una vez más.
La mujer gritó de espanto antes de desmayarse.