Pensar en mi padre es pensar en sus ojos, ojos grises, ojos cargados de decepción. Creo que a su modo me quería, y él al menos decía eso cuando me golpeaba. Decía que lo hacía por mi bien.
―Si no te castigo, ¿cómo vas a aprender, Jonhy? ―Era su frase favorita mientras me golpeaba.
Es posible que me quisiera, si bien el sentimiento predominante era el de la decepción. A ojos de él era un inútil. Lo peor de todo es que tenía razón.
Desde pequeño fui frágil de salud. “Ese niño será un inútil”, me dijeron que decía. En el jardín de niños me golpeaban los demás pequeños. “Ese niño es un inútil”, decía. Nunca le agradaron los dibujos que yo hacía, aunque todos dijeran que eran muy bonitos. Al final, hasta a mí me parecieron feos.
A medida que crecía, también lo hacía la decepción a ojos de mi padre. Yo no lo entendía, nada de lo que hacía era lo suficientemente bueno a ojos de él, aunque mi madre estaba encantada.
El día que entré al coro de la iglesia cuando tenía diez años, mi madre bailó de felicidad por tener un hijo artista, mi padre me molió a palos y me sacó del coro. Mientras me golpeaba no dejaba de decir: “si no te castigo, ¿cómo vas a aprender, Jonhy?”
Cada fin de ciclo escolar recibía tremendas palizas por las clases que dejaba; en dos ocasiones llegué a perder el año. Él no entendía cómo era posible que no comprendiera sobre sumar fracciones o sacar la raíz cuadrada. ¡Pero si las raíces son largas y rollizas!
La mayor decepción se la causé cuando no pude entrar a la compañía en la que él trabajaba. Yo ya tenía veinte años, pero me golpeó como si tuviera siete. Al final, cambió su frase.
―¿Para qué castigarte si ya no vas a aprender? ¡No vales para nada! ―dijo al terminar de aporrearme como un saco. Ni siquiera dijo Jonhy. Pasé quince días en cama.
Pero sí que valía para algo, como se lo demostré más adelante. Estaba harto de esos ojos grises, velados por la amargura y la decepción. Recuerdo que tenía por costumbre mirarme y luego negar con la cabeza. Lo odié por ello, pero también quería que me mirara de otra forma, ya no soportaba que me viera con esos ojos. ¡Oh, esos ojos, cómo los detestaba!
Así que un día que sólo estábamos él y yo en casa, cogí unas pinzas y una maza. Con la maza le rompí las piernas, se las hice puré. Él gritó, vaya si gritó, y sus gritos fueron justa venganza por todas las veces que él hizo lo mismo conmigo. Y sus ojos, por fin sus ojos me vieron con algo diferente a la decepción, me vieron con espanto y terror. ¡Ah, qué dichoso me sentí!
Aun así, sus ojos me seguían fastidiando. En medio de gritos le saqué el globo ocular derecho antes de que la policía interviniera.
Ahora estoy en la cárcel, cumpliendo una condena por tentativa de parricidio, lesiones gravísimas y qué se yo que cosas más.
Hace unos días vino a verme, quedó postrado en silla de ruedas y está tuerto. Por una vez me arrepentí de lo que hice, pues ese hombre inválido no merece mi odio, sino sólo mi lástima.
Entonces vi su ojo sano, ya no había miedo en él, ni odio, sólo resignación y… decepción. Me miró largo rato, no dijo nada, después negó con la cabeza y se fue.
¡Así que todavía me cree una decepción! ¡Maldito! Pero un día saldré de aquí y me encargaré de que esa decepción desaparezca.