Como maestra que labora para el gobierno, no tengo poder para elegir el lugar donde impartir mis clases. Poder que el gobierno ostenta. Aprovechándose de ese poder me enviaron a este pueblo olvidado por la civilización. De no haber venido aquí, nunca me habría pasado lo que me pasó.
Hacía dos meses que me había mudado a mi nuevo hogar. Esa noche, que regresaba tarde de una reunión del personal docente, cogí un camino diferente al acostumbrado. Como el lugar era un pueblo muy pacífico, donde nunca ocurría nada fuera de lo normal, supuse que tomar un camino diferente no era ningún peligro.
¡Cuán equivocada estaba!
Todo trascurrió normal hasta que me acerqué al árbol. Un hombre estaba a la orilla del camino, de espaldas. Oí un leve sollozo.
―¿Señor, está bien? ―pregunté.
Ingenua, mejor me hubiera echado a correr.
El hombre se giró. Vi las cuencas vacías de sus ojos y grité, retrocedí, tropecé y caí desmadejada en el suelo.
―¿Quién es? ―preguntó la voz impregnada de dolor del hombre.
Lo que al principio me pareció algún ente de esos que recorren el mundo asustando a los incautos, descendió de nivel ante mis ojos para convertirse en sólo un hombre herido. De las cuencas vacías manaba todavía sangre. ¡Dios Santo! ¿Qué le había ocurrido a ese hombre?
―Soy la nueva maestra de la primaria, la Señorita Juvellina ―me identifiqué.
―¡Ayuda! ―dijo el hombre, extendiendo una mano.
Me causaba repugna y miedo, pero me sobrepuse. Avancé hasta él y tomé su mano, con la intención de llevarlo con el alcalde, él dispondría de lo necesario para trasladarlo al hospital. Al instante el mundo se tornó negro, totalmente negro. Grité. ¿Qué les pasaba a mis ojos? Me toqué el rostro, sentí el líquido cálido correr por mis mejillas, los ojos, las cuencas… El grito se intensificó en horror y espanto.
―Lo siento ―dijo el hombre―. Sufrirás el castigo hasta que alguien más pase por estos lugares e intente salvarte. Es la única forma de romper la maldición. No intentes ir a otro lugar, créeme, no funcionará, ya lo he intentado.
Oí cómo silbaba al marcharse. Y yo me quedé en tinieblas a esperar, a esperar… Nadie llegó.
Por la mañana recuperé la vista. Hasta creí que estaba bajo el árbol presa de una pesadilla y el sonambulismo. Pero a la caída del sol estaba ciega de nuevo y una poderosa fuerza me impelió a ir a pararme debajo del árbol. Y allí espero y espero. Todos los días lo mismo, la misma ceguera, la misma espera…
Al parecer es algo que ocurre desde los inicios del pueblo. Muchos ya han pasado por ello, por eso es que nadie del pueblo pasa por esa calle. Sólo queda esperar a algún incauto extranjero como yo, es mi única posibilidad.
De momento sigo debajo del árbol. La espera se hace eterna.