5129 palabras
Pocas cosas te hacen sentir vivo de verdad… el dolor es una de ellas. Los gritos ahogados de las personas en este hospital me producen un escalofrío que nace en lo más bajo de mi espalda y sube rápidamente hasta llegar a mi nuca haciendo que mi cuerpo tiemble en el proceso, me encojo de hombros y lagrimeo un poco intentando no llorar… todo esto es aterrador. Aún así, la sonrisa de esa niña me mantiene incólume a su lado, sonriendo, viendo como el brillo de sus ojos pareciera no querer desvanecerse. Poco a poco los cierra hasta quedarse dormida, casi sin darse cuenta, confiando en que estaré a su lado toda la noche.
Siempre me pregunté qué significado tiene la vida, si acaso tiene algún sentido el que haya tantas personas caminando por el mundo y consumiendo el oxígeno que cada vez es más escaso. Bostezo, arreglo mi corbata y subo al bus con la mejor sonrisa que tengo, al menos eso creo. Siento mis piernas temblar mientras un sudor frío recorre mi espalda y debilita mis brazos, trago saliva mientras los nervios me empiezan a consumir, pero soy más fuerte que todo eso.
Nadie me presta atención, es como si no existiera para ellos. Respiro profundo.
Todos voltean a verme, su mirada me juzga con rapidez y me siento pequeño frente a ellos.
Siento un nudo en la garganta, pero no me puedo detener ahora.
Respiro profundo y me calmo.
Reúno la saliva suficiente en mi boca y la trago intentando darme valor a mí mismo y camino a través del pasillo del transporte público. Algunos compran mi producto, otros solo me regalan sus monedas. Las personas tienen más corazón del que esperaba o, al menos, la culpa suficiente como para no querer cargar con lo que he dicho hasta su casa. Desciendo del bus y, aunque he reunido una cantidad considerable, espero hasta que llegue otro y subo, sigo la misma rutina un poco más confiado y bajo del transporte, cruzo la calle y tomo otro bus que me lleve de regreso. Así por algunas horas hasta llegar al neoplásico. Atravieso la puerta y me dirijo al ala donde se encuentran internados los niños. Las luces resaltan los pocos colores de los pasillos y habitaciones y, aunque intenten darle un aspecto más alegre al lugar, el ambiente es tan pesado que desanima a cualquiera. Camino hasta la habitación donde se encuentra mi hermana y me siento en la silla de al lado.
Es increíble como puede hablar con tanta naturalidad a pesar de lo que padece; no obstante, la alegría e ilusión en su voz parece desaparecer cada día más. A veces pienso que solo intenta ignorar toda esta situación, pero pareciera ser imposible hacerlo.
Zayi toma a su conejo y lo abraza mientras me mira casi haciendo un puchero.
Ella se queda en silencio por un momento, luego sonríe… adoro que lo haga, me genera cierta paz interior.
Revuelvo el poco cabello que tiene y la observo por un momento.
Sonrío mientras veo como Zayi cierra sus ojos con rapidez, es como si se desmayara, quizá es un efecto secundario de la morfina que siempre llega un poco tarde, pero, al menos, me da tiempo de hablar un poco con mi hermana.
Las frías mañanas de junio en Lima son abrumadoras, pero eso nunca me ha detenido. A veces me pregunto si el frío existe para hacerte sentir vivo, para que sepas que sigues siendo real después de todo lo que parece estar sacado de una película. Cierro los ojos y suspiro.
Algunas veces debo decirlo en voz alta para que mi mente se calle por un segundo.
Golpeo mis mejillas con las palmas de mis manos y agito mi cabeza. ¿Mi hermana estará bien? A estas horas debe estarse realizando su quimioterapia, sé que las detesta, así que debe estarla pasando mal en este momento. Suspiro, ¿cuándo podré estar a su lado todo un día? ¿Cuándo será el día que dejará de gritar? Siento un escalofrío recorrer mi cuerpo, pero no me siento del todo mal, solo es un miedo repentino que aflige mi alma, pero, creo, sería lo mejor.