Los festejos inundaron el Reino de Winterberg cuando los Reyes anunciaron que, luego de cinco años, habían logrado engendrar un heredero.
Las pequeñas casas que bordeaban el castillo de piedra caliza, se llenaron de flores de todos colores en honor al nacimiento del próximo monarca de Winterberg. En las calles, se colocaron banderas de diferentes formas y colores con el emblema de la casa real. Esa noche los ciudadanos realizaron un festival al aire libre en el que bailaron, comieron, bebieron, cantaron y se divirtieron hasta largas horas de la noche.
Dentro del castillo las cosas no eran muy diferentes. Los sirvientes se habían encargado de revestir todas las paredes con largas telas que atravesaban los paredones de arriba a abajo. Habían colocado tulipanes rosados en todos los floreros del castillo, porque esa era la flor favorita de la reina. Las comidas eran más deliciosas que nunca y cada semana, se realizaba una gran ceremonia donde los individuos más destacados del reino eran invitados.
Las festividades duraron los nueve meses de gestación y acabaron abruptamente la noche en que la reina dio a luz.
Pocos recordaban un invierno tan crudo como ese. Las grandes heladas habían acabado con la mitad de las cosechas y varios de los animales habían muerto de frío. La nieve caía en grandes copos que bloquearon los caminos, impidiendo que los comerciantes pudieran viajar de un lado a otro y pronto comenzaron a reportarse casos de hipotermia entre los ciudadanos. La leña que un grupo de valerosos hombres había conseguido luego de estar tres días en el bosque, no era suficiente para calentar todos los hogares del reino.
Muchos de los ciudadanos conservaban la esperanza de que todo mejoraría cuando el heredero naciera. El mero hecho de saber que la reina daría a luz en las próximas semanas, los mantuvo con una sonrisa en sus rostros. Sin embargo, había un pequeño grupo de personas que consideraba todas esas señales como un mal augurio.
Esa noche el viento agitaba las copas de los árboles con mucha violencia. Los ciudadanos tuvieron que cerrar las grandes y pesadas persianas de madera porque se mecían de un lado a otro. Desde la tarde, no había nadie en las calles. No nevaba, mas el frío era tan insoportable que las familias decidieron congregarse junto a las hogueras y dormir en los salones de sus hogares.
Se le avisó al Rey que su esposa había entrado en trabajo de parto minutos antes de la media noche y pasó toda la madrugada en vela, esperando recibir la noticia de que su querido heredero había nacido.
Pero las cosas no fueron como todos esperaban. El parto duró más de nueve horas y fueron cinco los médicos que tuvieron que asistir a la reina.
Esa noche, la esposa del Rey dio a luz a una niña y falleció a los tres días por complicaciones en el parto.
La noticia sacudió al reino de Winterberg aún más que el invierno. Las calles se vistieron de luto, mostrando grande estandartes negros, y los ciudadanos tuvieron que asistir a diferentes misas en honor a la fallecida reina.
La niña, a la que llamaron Azul, era una bebé tranquila que creció junto a sus siete nodrizas. Tanto el Rey como el reino de Winterberg, encontraron cierto consuelo en aquella pequeña, quien era el futuro del reino y de cada uno de los ciudadanos que lo habitaban.
Azul era reconocida en Winterberg y en los reinos vecinos, como una de las princesas más hermosas, simpáticas y amables. Había crecido con los mejores tutores y además de hablar seis idiomas, tenía conocimientos de economía, física y antropología. Quienes las conocían, afirmaban que sería una buena reina y algunos hasta se atrevían a decir que sería la mejor reina que Winterberg hubiese tenido.
En su adolescencia, Azul solía escaparse del castillo para recorrer las calles del pueblo. Fue allí donde conoció a hombres y mujeres de todo tipo. Cazadores, leñadores y pescadores, que abandonan las murallas del reino y arriesgaban su vida para traer provisiones al resto de los ciudadanos. Granjeros, que se levantaban todas las mañana para cultivar sus cosechas y alimentar sus animales. Artesanos, que trabajaban con madera, arcilla o lana para fabricar diferentes elementos que los ciudadanos de Winterberg pudieran utilizar, tales como abrigos, recipientes o mesas. También conoció las labores que realizaban los herreros, hombres fornidos que trabajaban junto al fuego para fundir metales y crear piezas valerosas. Las costureras, le enseñaron a Azul a coser; las cocineras, a preparar los mejores guisos.
Cada vez que Azul ponía un pie fuera del palacio, una avalancha de fanáticos se abalanzaba sobre ella con desesperación. Las mujeres querían ser tan bonitas como ella; los hombres admiraban su belleza y su carisma; los ancianos buscaban nuevas anécdotas para contarles a sus nietos; las niñas solían imitarla y jugaban entre ellas a ser princesas; y los niños soñaban con ser sus próximos caballeros.
Tal era el furor, que se designó una brigada especial a cargo de la seguridad de la princesa. Eran ellos los responsables de que a Azul no le sucediera nada malo mientras caminaba por las calles del reino.
Azul comenzó a ganar popularidad entre los pueblerinos y cuando cumplió los dieciocho años, estaba claro que la mayor parte de los ciudadanos de Winterberg preferían a la joven princesa por sobre el viejo Rey.
Los rumores se empezaron a extender por las calles del reino. Las mujeres chismoseaban en las entradas de los negocios, los hombres cuchicheaban en los bares. Se decía que las capacidades del Rey para manejar el reino eran cada vez más limitadas y todos opinaban que pronto debería abdicar, y pasarle la corona a su hija.
Estas ideas se incrementaron cuando el invierno volvió a gritar a Winterberg. Tal y como había pasado dieciocho años antes, el otoño finalizó con un gusto amargo en el reino. La aspereza del invierno complicó la producción de alimentos y el intercambio de bienes entre reinos. Comenzaron a haber casos de ciudadanos que morían de frío y hambre.