Su madre solía llevar flores a su casa cada primavera. En verano comenzaba a preparar fertilizantes para desparramar por el área, intentando que las flores de la próxima temporada sean más bellas y en mayor cantidad. Cada otoño hacía su advertencia: solo queda sobrevivir el invierno. Y era durante el crudo invierno que su madre salía a custodiar las pocas flores que se atrevían a brotar durante las grandes nevadas.
Sin embargo, su madre ya no se encontraba allí. Había fallecido pocos días antes de que comenzara el invierno a causa de una infección desconocida. Al vivir tan lejos del pueblo, los médicos no se habían atrevido a viajar hasta allí para tratarla. Y Gabriel se había quedado completamente solo.
A Gabriel nunca le había gustado socializar. La gente del pueblo más cercano se burlaba de él por ser más alto de lo normal, tener grandes orejas y una nariz respingada. Por eso, él pasaba largas horas encerrado en su cabaña, en medio del bosque, y su madre era quién iba a comprar provisiones. Pero con ella muerta, Gabriel había desistido de ir al pueblo. Él prefería recorrer los bosques en busca de algo de comida. A veces conseguía dar caza a un animal grande, como un oso o un ciervo, que servía de alimento para varios días. Pero otras veces, Gabriel regresaba solo con un manojo de hongos comestibles que apenas le alcanzaba para una comida.
Una mañana, mientras daba vueltas en el bosque nevado, encontró una flor. Fue una gran sorpresa para Gabriel porque desde que su madre había muerto, él no había vuelto a ver flores por aquellas zonas. Pero cuando la vio asomando sus delgados pétalos violetas en la nieve, no pudo evitar agacharse a su lado.
La flor era un pensamiento, y lo que más le gustaba a Gabriel de esa especie era que sus pétalos simulaban una pequeña mariposa con las alas bien abiertas.
Desde ese día, Gabriel comenzó a visitar la zona todos los días. Le preparó a la flor una especie de carpa con una caja de madera, para que la única flor que se encontraba en el área pudiera sobrevivir el crudo invierno. Le llevó tierra fertilizada, de la que sabía preparar su madre, y luego de quitar la nieve de sus alrededores, la arrojó a los pies de la planta.
Cada vez que Gabriel iba, comenzaba a hablar con la flor. Le contaba lo que había hecho la noche anterior, lo que había cenado o como había pasado horas afilando su cuchillo de monte. Pronto, comenzó a hablar acerca de su madre. Le dijo que ella hubiese estado muy feliz de saber que las flores todavía crecían en el bosque y que de haber podido, la hubiese llevado a vivir en una maceta cerca de su hogar. Sin embargo, él no sabía cómo trasplantar una flor, por lo que prefirió dejarla en su lugar e ir todos los días para asegurarse de que todo estaba bien.
Una mañana, se atrevió a hablar más. Gabriel le contó acerca de todas las cosas que le habían dicho los ciudadanos del pueblo, cosas muy feas. Acerca de cómo parecía un monstruo por ser muy alto y tener pies y manos muy grandes. Se habían burlado de sus orejas y sus labios, por ser demasiado excéntricos. También se reían de él por su forma de hablar.
Le dijo a la flor que su madre había sido la única persona que lo había querido, porque incluso los pocos familiares que tenía en el pueblo lo despreciaban. Los adultos le tenían miedo por su tamaño. Y no querían que sus hijos se acercaran a Gabriel porque estaban convencidos de que él los lastimaría.
Pero Gabriel aseguraba que jamás había herido a alguien y nunca había tenido tal intención. Solo una vez, cuando Gabriel era pequeño y todavía vivía con su madre en el pueblo, él había empujado a un niño y este se había golpeado un brazo contra una piedra. Había sido un accidente provocado por la fuerza desmedida de Gabriel, pero desde ese día, los padres habían tomado la decisión de excluirlo de las tardes de juego de sus hijos. Gabriel había pedido perdón; su madre le había horneado un pastel para llevarle al niño. Pero nadie lo había escuchado y ni siquiera se dignaron a abrirle la puerta.
Y desde ese día, su madre había tenido que vender la casa para comprar una cabaña vieja en el medio del bosque. Juntos habían arreglado los agujeros del techo por los que se filtraba nieve en invierno y lluvia en verano. También habían tenido que destapar la chimenea porque, durante el otoño, se había llenado de grandes hojas marrones que obstruían la salida del humo.
Pero ambos la habían pasado bien. Lo que en un principio era una situación desagradable, había unido los lazos entre madre e hijo.
Gabriel le contó toda su vida a esa pequeña flor que parecía ser la reencarnación de su querida madre. Y cuando se quedó sin anécdotas, decidió sentarse a su lado a contemplar cómo los grandes copos de nieve caían sobre las copas de los árboles.
Esa noche, Gabriel se fue a dormir con una extraña tranquilidad en el cuerpo. Y cuando al otro día fue a visitar a su querida flor, se encontró con una escena espantosa.
La caja que servía de resguardo para que la nieve no la cubriera estaba tirada a varios metros, sobre la blancura. Y la flor que tanto había cuidado no estaba. Alguien la había arrancado.
Comenzó a sentir cierto fuego en el pecho, odio. Él había dado todo para que esa pobre flor sobreviviera al invierno, y ella se había convertido en su mejor amiga. Su única amiga.
Sus ojos se clavaron en las pisadas que había sobre la nieve y, sin pensarlo dos veces, comenzó a seguirlas.
Con cada paso que daba, Gabriel se enfurecía más. No hacía falta adivinar a dónde lo llevaban aquellas huellas; él lo sabía perfectamente. El pueblo, el maldito pueblo que lo había despreciado. Una de esas horribles personas se había atrevido a arrebatarle una de las cosas que más amaba.
Ya le habían quitado todo, y no iba a permitir que lo volvieran a hacer.
Podía oír las voces de los niños correteando de un lado a otro y oler el aroma a guiso siendo cocinado. Pero Gabriel iba con un solo propósito: recuperar su flor.