Cuentos de Invierno: Historias que susurran al frío

Destinos Gemelos

Ana y Sara habían nacido el mismo día, a la misma hora, bajo las mismas estrellas. Ana había sido la primera y quince minutos más tarde, Sara había llegado al mundo. La noticia sacudió a toda la aldea una noche de invierno en la que no caían copos de nieve.

Se dice que el nacimiento de las jovencitas acabó con la guerra de quince años que se llevaba a cabo entre dos ciudades. Su padre, quien se había revelado contra un régimen totalitario, acabó firmando la paz y prometió a sus dos hijas como gratitud al Rey para que esposaran a sus hijos que, curiosamente, también eran gemelos.

La paz regresó a esas tierras y las niñas, Ana y Sara, crecieron en un dadivoso pueblo con las comodidades dignas de futuras princesas.

Pero a pesar de ser idénticas de pies a cabeza, Ana y Sara no pensaban lo mismo, ni tenían los mismos gustos o intereses.

Ana era una chica risueña que le encantaba vaguear por la aldea para asistir a sus pobladores. Siempre hacía caso a lo que sus padres le imponían. Clases de costura, de historia, de idiomas. Ana siempre asistía a todas y sobresalía con excelentes notas.

Por su parte, Sara era más seria. A ella no le gustaba tanto la idea de tener que leer y estudiar para todas esas materias; prefería buscar libros sobre aventuras en el mundo y leer acerca de las singularidades que había más allá de esas tierras. Era más curiosa y le gustaba caminar por el bosque en busca de animales o plantas que llamaran su atención.

Y así crecieron. Siendo dos gotas de agua tan diferentes, que a muchos les costaba creer que hubieran nacido de la misma madre.

Cuando cumplieron dieciocho años, fueron enviadas a la capital del Reino para poder casarse con sus respectivos prometidos. Como era de esperarse, Ana estaba emocionada. Pero Sara, no.

El viaje duró cerca de tres días, en los cuales las jóvenes fueron escoltadas en carruaje hasta su futura morada. Durante el traslado, ellas dos no intercambiaron ni una palabra. Ambas sabían lo que pensaba la otra. Ana estaba segura de que Sara sería infeliz toda la vida, y Sara sabía que Ana estaba cumpliendo el sueño de su vida.

Los diminutos copos de nieve que caían eran suficientes como para cubrir el camino, pero a pesar de que las ruedas de madera patinaban sobre la delgada capa de escarcha, lograron llegar sin demoras, una tarde de invierno, antes de que el sol se pusiera en el oeste.

Ana y Sara bajaron de la carroza e ingresaron por la gran escalera de mármol. Las hermanas fueron recibidas con gran armonía. Se les entregó todo lo que necesitaban: una habitación con dos camas lo suficientemente grande como para que pudieran dormir tres personas juntas; vestidos y prendas de todo tipo y colores; joyas y un séquito de mujeres que estaban allí para ayudarlas.

Las gemelas no estaban acostumbradas a semejante excentricismo. Ana lo amaba, pero Sara se sentía una completa idiota.

Estuvieron una semana en aquel palacio, en la que apenas consiguieron compartir almuerzos con sus futuros esposos y disfrutar del poco tiempo que tenían a solas.

Las horas previas a la boda fueron emocionantes para Ana, más una odisea para Sara. Fueron obligadas a utilizar el mismo vestido blanco y una tiara de plata, los mismos guantes de piel y zapatos de cuero. Ese día fueron vestidas al mismo tiempo por cuatro criadas reales.

Cuando las hermanas se encontraron frente al espejo, solas por fin, se contemplaron por largos minutos. Ana tenía una sonrisa dibujada en sus labios; Sara estaba seria.

—No quiero hacerlo—dijo de golpe mientras se sacaba la corona.

Pero Ana ya lo sabía. Se giró hacia su hermana y le tomó las dos manos con fuerza.

—Es lo mejor para todos—susurró. Era como si llevara toda una vida ensayando esas palabras.

—Para todos, menos para mí.

Ana ladeó la cabeza y suspiró. Desde un principio, ella sabía que las cosas no saldrían como sus padres habían planeado. Habían estado nueve meses juntas y conocía muy bien a su hermana. Sabía que Sara jamás había querido eso.

Asintió con la mirada y se acercó a la ventana. Juntas levantaron el vidrio. La fría brisa golpeó sus rostros y tiñó sus narices de rosado.

—¿Estás segura de esto, Sara?

Ella asintió con el rostro y pasó una pierna del otro lado. El vestido era un tanto incómodo, pero Sara se las arregló para escapar por la ventana y escabullirse entre la nieve.

El frío se apoderó de su cuerpo, pero a Sara no le importó. Lo único que quería era salir de allí antes de que el Rey se diera cuenta, antes de que la guardia real saliera en su búsqueda.

En el interior de la habitación, Ana se quedó sola. La ventana abierta dejaba entrar aire fresco que congelaba la punta de sus dedos. Se contempló en el espejo, sola, y comenzó a preguntarse si debía haber ido con su hermana o no. Pero al cabo de unos momentos se dijo que, si bien ese no era el destino que Sara quería, su situación era diferente. Se acomodó la tiara y cuando oyó que alguien abría la puerta, se giró.

—¿Dónde está la otra?—preguntó uno de los escoltas que iba a guiarlas hasta el altar.

—Se fue.

Las alarmas sonaron en todo el palacio y, cuando el Rey se enteró, envió a un grupo de soldados a buscar a Sara.

Pero la boda de Ana con el mayor de los hijos del Rey debía continuar. Ana se convenció de que su hermana lograría hacer de las suyas, pero que ella seguiría el mandato familiar que se le había impuesto.

Cuando el escolta la fue a buscar a la habitación nuevamente, ella lo siguió por los lujosos pasillos del castillo hasta situarse delante de una puerta blanca como la nieve.

Ana comenzó a sentirse nerviosa cuando oyó la dulce melodía del otro lado. La puerta se abrió y ella comenzó a caminar hacia el frente, tal y como le habían dicho que hiciera.

Sabía que la mayoría de los invitados se preguntaban dónde estaba la otra gemela, pero ella prefirió ignorar las miradas acusadoras y los murmullos que la seguían con cada paso que daba. Sus padres, quienes también habían sido invitados, mostraban un destello de preocupación en sus ojos.



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En el texto hay: invierno, magia, magia y amor

Editado: 12.06.2025

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