Mario era un miembro de la expedición Piren que se llevó a cabo en la Patagonia durante los años 40. Los científicos tenían la misión de estudiar la topografía del glaciar Perito Moreno. Sin embargo, cuando el grupo llegó a Santa Cruz, ninguno imaginaba que las cosas terminarían de una manera… dramática.
Cerca de siete investigadores se subieron a un pequeño bote esa mañana. Las condiciones climáticas eran óptimas y los científicos estaban listos para finalizar una tarea que llevaban varias semanas realizando. Su idea era navegar cerca del glaciar para tener una visión más amplia que indicara sus dimensiones y su desplazamiento.
El optimismo estaba presente en el grupo, y quizás fue la extrema confianza que hizo que nadie esperase que un gran témpano de hielo se desprendiera del glaciar y cayera, a toda velocidad, junto al bote. La ola fue tan grande que logró voltear la barca en la que se encontraban los siete científicos y estos cayeron a las aguas heladas.
Mario, quien se encontraba entre los desafortunados, intentó nadar hacia la superficie. Pero el frío hizo que sus extremidades se entumecieran de tal manera que no podía moverlas con normalidad. Abrió los ojos y, entre la claridad del agua, notó que varios de sus compañeros habían logrado alcanzar la barca e intentaban voltearla. Pero por más que intentó acercarse a ellos, no lo logró. Comenzó a sentir una extraña presión en el pecho; el poco aire que tenía en sus pulmones empezaba a escapar en forma de diminutas burbujas que se filtraban por sus fosas nasales.
Mario no estaba seguro de en qué momento perdió el conocimiento. Pero cuando recobró la consciencia, se encontraba acostado boca arriba sobre una playa de pequeñas rocas oscuras. Sorprendentemente, estaba vivo, o eso creía. Cuando sus ojos lograron acostumbrarse a la luz, se dio cuenta de que estaba cubierto por una inmensa capa de hielo que lo rodeaba como una gran vía láctea delante de sus ojos. Se puso de pie, sin entender qué había pasado. Sus prendas estaban mojadas y tenía frío, pero todavía podía mover todas sus extremidades.
No tardó mucho en darse cuenta de que se encontraba debajo del glaciar. Asustado, escuchó como el hielo crujía sobre él. El sonido de los témpanos separándose del glaciar retumbaba por todo el hielo y a Mario le daba la sensación de que pronto se desmoronarían sobre su cabeza.
Quedó petrificado por largos segundos, hasta que el sonido cesó. A pesar de que ese bloque de hielo llevaba miles de siglos allí, tenía miedo de ser testigo de una desgracia. Cuando el silencio lo envolvió, se animó a gritar. Sus camaradas no debían estar muy lejos y podrían socorrerlo.
Comenzó a llamarlos, pero no obtuvo respuesta. Era como si el hielo hiciera de aislante para su voz. Quizás el resto de los científicos había regresado a tierra firme, pero Mario estaba seguro de que volverían por él; después de todo, eran un equipo.
Se giró hacia la derecha y luego a la izquierda, intentando averiguar cómo había hecho para llegar hasta ese lugar. No había un acceso al agua cerca, pero sí encontró un camino en el hielo. Luego de meditarlo por unos momentos, decidió que la mejor opción era moverse hasta encontrar agua o alguna salida que le permitiera llegar a la parte exterior del glaciar. Si había llegado hasta allí, debía haber una salida asegurada.
Mario sabía que debía moverse con cuidado. Los colapsos dentro del hielo podrían ser impredecibles, inminentes y mortales.
Avanzó por la pequeña playa de piedras. El color turquesa que cubría su cabeza era tan espectacular que Mario lo contempló por varios minutos, cual hipnotizado. Era la primera vez que tenía la fortuna de encontrarse dentro del glaciar y jamás pensó que las vistas serían tan espectaculares.
Hizo varios metros a pie cuando notó que sobre su cabeza había un perfecto agujero redondo por donde ingresaba luz solar. Era tan alto que Mario sabía que le sería imposible escalar sin el equipo indicado. Se colocó ambas manos alrededor de la boca y comenzó a gritar, esperanzado porque alguien lo oyera.
Sin embargo, otro crujido lo alertó. Nervioso y esperando lo peor, decidió seguir caminando. Él había llegado a esa playa de una manera y necesitaba averiguar cómo salir de allí.
Al final del camino, había una escalera de hielo. Mario la contempló perplejo, sin saber cómo había llegado una construcción como esa al glaciar. Se frotó los ojos y pensó que quizás el derretimiento había logrado formar una perfecta escalera natural en el glaciar. Algo curioso, y poco probable, pero no imposible.
Con cuidado de no patinar, comenzó a subir. Los escalones estaban tan bien tallados que era imposible caer. La gelidez del hielo lograba mantener los bloques estables, impidiendo que se derritieran y Mario resbalase.
Pero lo que Mario pensó era una estructura natural producida por años de deshielo; resultó ser algo más. Cuando Mario pisó el último escalón, estuvo a punto de caer. Pero no porque su pie patinara, sino porque no podía creer lo que sus ojos veían. Dentro del glaciar había una pequeña ciudad construida con el mismo hielo. Las casas eran como pequeños iglúes turquesas cuyas entradas y ventanas no tenían puertas ni postigos. No obstante, lo que más le sorprendió fue ver a extrañas personas que vagaban por aquellas calles de hielo sin siquiera notar que Mario los estaba observando. Las personas eran un poco más pequeñas que un ser humano normal y eran tan pálidas que a Mario le parecían casi transparentes. Sus cabellos eran del mismo blanco que la nieve y sus ojos eran del mismo turquesa del glaciar.
Mario no estaba seguro de si debía o no acercarse. Comenzaba a creer que se había golpeado la cabeza durante el accidente y estaba teniendo visiones. Pero si no estaba alucinando, si esas personas eran reales, podrían ser peligrosas. Pensó en regresar por donde había llegado e intentar buscar otro camino.
Pero cuando estaba a punto de girar en dirección a la escalera, una de las personas se acercó a él lo suficiente como para escapar o hacer de cuenta que nada sucedía.