Cuentos de La Tata

Limpieza social

Comenzó a gritar expresiones vulgares a todos los transeúntes, tanto a los que caminaban frente a él como a los de la acera contraria; intentando con eso desbordar la ira y resentimiento que le inundaban por la indiferencia recibida. Él sabía que no había hecho nada para merecer tal ayuda, pero en su interior, creía que un hombre herido por bala en la espalda y en el estómago podía suscitar un poco de misericordia.

Siempre le habían conocido como un joven ocioso, con gusto por el licor y adicción al bazuco; así que algunos le respondían a gritos que buscara lo que necesitaba en sus recurridos placeres pasajeros, otros le declaraban que eso era lo que se había buscado. Otros simplemente le ignoraban. Sólo un niño, quizá de unos ocho años, sintió la compasión suficiente para querer socorrerle, e intentando convencer a su madre de ir en su auxilio, ésta le agarró fuerte de sus manitas al tiempo que le aseguraba a su pequeño hijo que, el hombre que yacía moribundo frente a ellos se merecía lo que le estaba pasando. Se merecía haber sido baleado. Se merecía morir.

Recostado de espaldas a esa pared carrasposa de cemento y cubierta de verdín, el joven observaba a la multitud que lo rodeaba, y perdió toda esperanza de auxilio. Su cuerpo comenzó a enfriarse como las baldosas torcidas sobre las cuales se hallaba sentado y que el sol aún no calentaba. Con la vista hacia a la cafetería de la señora Ruth, fue cayendo lentamente hacia un lado. Su respiración, aunque desesperada y agitada al principio, poco a poco fue disminuyendo hasta quedar en completa quietud. Sus ojos, cargados de miedo y terror ante lo inevitable, los abrió de tal manera, que espantó a quienes esperaban sin interés su último suspiro, y esa mirada, levantó la sospecha entre la multitud de que, del otro lado, no había el tal descanso eterno para él. Luego, no pestañeó más.

– A ése hijueputa del Pantaya se lo habían advertido, pero no quiso hacer caso. Eso le pasa por no coger juicio. Ahora mírenlo, nadie lo voltea a ver – dijo un anciano para todos los que estaban en la cafetería, quien se había sentado cerca a la ventana para observar la escena mientras tomaba su habitual taza de café.

– ¿Y éste qué maricada hizo pa´ que lo balearan, pues? – preguntó una de las meseras.

– Se puso de amigo de lo ajeno en el local de don Pedro – contestó el viejo.

- ¿El cachaco de la otra esquina? – inquirió ella.

- Ese mismo. Se le llevó varios celulares y la platica del producido, mija – añadió el anciano.

– Ash, no me diga... Pero qué vaina que siempre son puros pelaitos – dijo la mujer con un poco de tristeza a lo que el anciano refutó sonriente: “Esos hijueputas se lo buscan.”

Una camioneta con vidrios oscuros se había detenido a unos cuantos metros del sujeto herido algunos momentos atrás. Apenas el chico expiró su último aliento, dos individuos con trajes y accesorios oscuros descendieron del vehículo. Con sus rostros encubiertos, abrieron un saco negro, tomaron el cuerpo ágilmente, lo metieron en la bolsa y lo montaron en el baúl de la camioneta. La mesera miró con extrañeza y asombro la escena, puesto que era la segunda vez que veía ese mismo vehículo, sin placas y sin calcomanías, hacer exactamente lo mismo.

– Esa es la misma puta cuatro puertas que recogió el cuerpo del malparido del Metemono - comentó otro sujeto que se encontraba desayunando en la misma cafetería.

- ¿Al que mataron la semana pasada? – preguntó la mesera y el hombre asintió, confirmando lo que ella sospechaba, y luego añadió – Aja, pero ya están muertos... ¿pa´ qué querrán los cuerpos? – preguntó.

– Las escorias vivas matan gente; pero muertas salvan vidas. Dos pájaros de un solo tiro - respondió el anciano con suspicacia mirando a la mujer.

– ¿Cómo? – dijo la mesera confundida.

– Es limpieza, señorita. Sólo es limpieza – contestó el viejo, terminando su café y entregando el pocillo vacío a la dama. Posteriormente, salió del lugar.

– – – – –

– Aja Ñeque – preguntó el viejo una vez dentro de la camioneta - ¿Ya casi completamos el pedido?

– Sí don Rómulo, ya tenemos cuatro con éste. – dijo el conductor de la camioneta mirando por el retrovisor.




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