Por Briana K. Mora:
“Es de común sapiencia que, en los países del Norte, la devoción navideña gira en torno hacia un sujeto vestido de los pies a la cabeza con trajes rojos y con una particular y larga barba blanca, que con un poco de magia y con la ayuda de muchos elfos, trae los mejores regalos a los niños que se portan bien durante todo el año; pero aquí, aquí creemos en el Niño Dios.
Mi madre, como en esta navidad, como en todas las navidades, nueve días antes de la tan esperada llegada del Niño Dios al mundo (porque ella afirma que cada veinticinco de diciembre nace en nuestros corazones), comienza los rezos propios de una católica dedicada a venerar al Dios que con profundo amor, envió a su Unigénito al mundo, a quien también hay que adorar por ser el más sublime de todos los hombres que jamás ha caminado sobre la tierra, y por supuesto, a la madre que realizó la ardua labor de traerlo al mundo, y al padre que en tiempos patriarcales, adoptó al niño como suyo.
Una consideración, cuatro oraciones y trece versos prosaicos repetimos diariamente frente a las estatuillas representativas del padre, la madre y el hijo que alguna vez existieron en carne y huesos; como si hacerlo frente a esos pedazos de cerámicas nos asegurara el estar más cerca de Dios. Yo realmente lo he hecho para que vea mi madre, me vea como un hijo obediente, rezagado y piadoso, y me haga digno del tan anhelado premio a mi devota cristiandad: un trozo de la más suave y dulce natilla rociada de una ligera capa de coco y decorado con uvas pasas puestas cuidadosamente.
La natilla, tan suave como la mantequilla, y tan dulce como la misma miel, hace que recordarla, evoque el más preciado de todos mis recuerdos en fechas tan nostálgicas. Y sería aún mejor, si tan solo mi madre los acompañara de crocantes y esponjosos buñuelos… Sólo que, con su humilde salario de aseadora, nunca alcanza para semejantes lujos…
Pero ella prometió compensarlo.
Para el día nueve de la novena, ella prometió que daría no uno, sino dos buñuelos con natilla y todo, a quien tuviera el mejor entusiasmo para pedir y anhelar el pronto nacimiento del Niño Dios, y los regalos que traería con Él; porque si algo tiene el Niño Dios, es el poder de traer los regalos como Papá Noel.
En su pesebre, adornado con paja, figurillas de ovejas y burros y tres pastores que van a medio camino para llegar a presentar sus respetos, reposaban los juguetes según el vistazo que eché ayer: unos pequeños carritos de plásticos y unas muñecas sin muchos accesorios comprados en San Victorino al precio de tres por uno. Sin embargo, entre ninguno de esos regalos estaba el mío, porque al Niño Dios le había pedido otra cosa, y el día de hoy me lo concedió.
El niño Dios me trajo unas botas.
Unas botas negras.
Botas para andar.
Botas para trabajar.
Botas para ganarme unos pesos. Ganarme el pan. Ganarme la vida.
Como enviados de lo Alto, ellos aparecieron con su particular y confiable traje verde, cual elfos ayudantes, pero del Niño Dios.
Se acercaron a mí, mientras yo conversaba con mis dos viejos amigos del colegio y, nos prometieron un trabajo digno, un horario sin excesos, una paga buena, una esperanza. Solo serían tres días de trabajo, pero la suma era suficiente como para al menos comprarme la pinta del treinta y uno (porque ya para la del veinticuatro no alcanzaba); y darle a mi madre todo lo demás.
Y aceptamos.
Aceptamos venir con ellos. Aceptamos ausentarnos desde el día siete. Acepté no rezar lo que quedaba de la novena. Acepté no probar la dulce natilla con olor a canela y clavito y rocío de coco azucarado. Acepté no comer esos buñuelos esponjosos… Todo para estar aquí…”
- Últimas palabras – dice el sargento, sacándome de mis pensamientos, quien apunta por detrás directo a mi cabeza con la misma arma con la que acaba de quitarle la vida a mis amigos. Me tomo unos segundos antes responder.
- Dígale a mi madre que me guarde mi natilla con buñuelos – respondo y cierro mis ojos rezándole al Niño Dios me lleve con Él, porque creo haberme portado bien este año.
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Editado: 06.01.2025