Alejandra era una enfermera de 30 años, en un pueblo pequeño en el que todos se conocían. Ella destacaba por su dedicación al trabajo y el cuidado a sus padres; pero además, todos en el pueblo tenían un fé ciega en sus conocimientos, sus diagnósticos y recetas médicas eran más atendidas que las del mismo médico. No tenía vicios ni se le había visto alguna afición salvo el trabajo. Su vida amorosa era nula, la única actividad social que tenía era asistir al culto evangélico a escuchar la palabra. Era, como quien dice, una mujer de su casa.
Solo se le conoció un novio, y eso fue cuando ella tenía 23 años. No parecía que estuviesen enamorados, el novio la visitaba frecuentemente y varias veces a la semana salían al malecón a tomar helado, pero siempre iban acompañados, nunca estuvieron solos y poca gente los vio dándose muestras de cariño; sin embargo, él estaba dispuesto a casarse con ella. Al final se separaron porque el novio quería irse del pueblo a la ciudad, soñaba con una nueva vida y tenia aspiraciones de que ambos iniciaran una nueva familia lejos de las carencias del pueblo. Por el contrario, ella quería a su pueblo y no tenía intenciones de dejar a su familia.
Su apego a los suyos siempre fue grande, tanto es así, que, al salir de bachillerato, con muy buenas notas, y pese al consejo de amigos y familiares que querían verla de medico o al menos de licenciada en enfermería, declinó la idea de ir a la universidad porque eso significaba dejar al pueblo y a su familia, prefirió hacer un cursito ahí mismo como auxiliar de enfermería y al terminarlo se quedó trabajando en el módulo asistencial. Todos la vieron como una muchacha falta de ambición, pero la realidad es que todos en esa familia eran muy apegados.
Con 30 años recién cumplidos, Alejandra la hija modelo, la ferviente religiosa, la que se dedicaba en cuerpo y alma a sus padres, a sus 5 hermanos mayores, a sus sobrinos, les notificó que estaba embarazada. Para ese momento todos se habían dado la idea que Alejandra iba a ser una solterona y que su vida la dedicaría a sus padres y a curar enfermos con ese don que ella tenía. El embarazo fue un duro golpe familiar, pero más por el hecho que Alejandra no quiso decir el nombre del padre, sus hermanos indagaron con los vecinos, pero se dieron cuenta que nadie había observado a Alejandra con ningún hombre salvo el pastor evangélico, un anciano de casi 80 años y el médico. Sobre este se volcaron las sospechas, pero al poco dejaron de seguirlo porque se dieron cuenta de su integridad e incluso sospecharon, erróneamente, que tenía ciertas inclinaciones preferentes con los de su mismo sexo. Lo único que dijo Alejandra era que iba a tener a su hijo y lo criaría sola si la familia la rechazaba. Finalmente no la rechazaron, recibió la calidez de la familia. Tuvo su niño y nunca fue tan feliz, ni nunca un niño recibió tanto amor. En los pueblos vecinos se corrió la voz de un nacimiento inmaculado, de una virgen llena de amor y con poderes de sanación.