Cuando abordó el bongo en Samariapo, Jesús no imagino lo que le esperaba. Estaba molesto porque un viaje que en helicóptero dura 1 hora, ahora lo iba a hacer a través del río y, dependiendo de la corriente, el viaje le podía tomar uno o dos días, hasta la población indígena de Cárida. La embarcación era incómoda, pero tenía un techo para proteger a los pasajeros, 12 personas, del inclemente sol.
El clima lluvioso, la corriente traicionera, el navegar por aguas misteriosas, la inmensidad del Orinoco, la exuberante vegetación, la cantidad de rápidos y saltos, la presencia de animales salvajes en el río y en las orillas, muchos de ellos observable a simple vista, hicieron del viaje interesante y peligroso. La noche los agarró en el río. El bonguero se acercó a la orilla, agarró la embarcación, guindó su hamaca en un rincón y se acostó a dormir. El resto de pasajeros hizo lo propio, algunos con hamacas otros se acomodaron como pudieron en sus asientos. Jesús no pudo dormir, los cuentos de anacondas en el río, de caimanes merodeando, de onzas y cunaguaros que acechan y saltan sobre las embarcación, no lo dejaron pegar un ojo y lo hicieron dudar de que el viaje que emprendió valiera la pena.
En la mañana continuaron el camino. El río y la selva presentaron su mejor rostro. El cielo claro permitió observar Guacamayas, pájaros carpinteros, Jesús quedó prendado de los tucanes con sus largos picos; el río estaba tranquilo y más claro que el día anterior, ya las piedras y saltos los habían dejado atrás y el bongo no estaba zigzagueando como el día anterior. Lo mágico llegó después del mediodía, Jesús quedó sorprendido al ver al imponente Yapacana.
Era increíble observar, desde el río, un mar de árboles qué parecían formar una alfombra y, en el medio de ella, una única elevación, entre tepuy y cerro, dominando el paisaje. Llegaron a una ensenada, ahí estaba Cárida. Era un pueblo de 20 casas, habitado por indígenas y criollos venezolanos y colombianos. Recibieron muy bien a su visitante, Jesús fue el único que se quedó allí.
No le faltó una habitación para dormir, no le faltó un plato de comida, todos estuvieron dispuestos a cobrarles los misterios de la selva, del caimán que vigilaba la ensenada y se guarnecía en el recodo del río. Aprendió a comer cachire y mañoco. Jugó fútbol con lo más jóvenes, pescó y cazó con los mayores, cocinó con las mujeres, fue tratado como uno mas de la comunidad, pese a que apenas lo estaban conociendo; sin embargo, nadie le quiso servir de guía hasta el Yapacana. El cerro era la casa de los espíritus malignos. Ellos eran muy creyentes de los poderes de la montaña y no querían molestarla. Le pidieron a Jesús que no fuese para allá, que si iba no regresaría. Jesús no prestó atención. Estaba ahí para estudiar el ecosistema del cerro y eso iba a hacer. Calculó 4 horas de camino y salió en esa dirección, pidiendo a Dios y a los buenos espíritus que lo protegieran en su visita a esa mágica montaña