Cuentos de la vida misma

El Tío Félix

Nunca valoré lo suficiente al Tío Félix, me parecía una persona aburrida viviendo en un pueblo triste. Solo supe la dimensión de su existencia, lo bien que vivió la vida y todas las experiencias que acumuló, cuando este ya estaba muerto. Ya que fue precisamente en su funeral, cuando los amigos que le quedaban vivos y los otros miembros de la familia, en medio del tradicional café, el cocuy de penca o la botellita de ron y en una conversación que comenzó a las 8 de la noche y se extendió hasta el día siguiente, todos ellos empezaron a hablar de lo que había hecho mi tío a lo largo de su vida. Esta era la manera tradicional de conmemorar su muerte y celebrar su existencia y era el momento que todos esperaban del funeral, velar al muerto toda la noche.

Mientras ellos conversaban yo reconocía como perdí el tiempo que debí utilizar para aprender del Tío Félix. Para mi visitarlo era un tormento. Esas visitas duraban dos o tres días; pero eran días aburridísimos, él tendría unos 70 años en esa época y yo estaba en mis 13, en plena adolescencia. Él no tenía televisor en su casa, decía que ese aparato idiotizaba a las personas y les robaba la imaginación, tampoco había mucha de mi edad cerca y, para completar el cuadro, lo que le gustaba hacer a él era escuchar música lírica, principalmente Monserrat Caballé y Plácido Domingo, escuchar los boleros de Lucho Gatica o Felipe Pirela y hablar de política con mis padres, cosa que hacían por horas, mientras yo me enterraba en ese mueble tratando de aguantar las ganas de dormir, porque tampoco me gustaba acostarme solo ya que esa casa, su casa daba miedo.

Pese a que por respeto mi papá lo llamaba tío, el tío Félix era hermano de mi abuela materna, pero para mi papá era su propio tío. Él vivía en un pueblo serrano, dónde finalizaba la cordillera andina. Un pueblo que no cuadraba con la personalidad bohemia y mundana con la los asistentes al velorio vinculan a Félix. Era un pueblo de, cuando mucho, 10.000 habitantes, un pueblo con un clima templado de altura, que en las noches podía tener una temperatura que bajaba los 10° C. Era un pueblo inclinado, yo lo veía inclinado, en dónde la plaza Bolívar estaba en la parte baja, formando una cuadrícula en la que resaltaban la iglesia, el palacio municipal y los principales comercios. A partir de la plaza se trazaban las calles, de cada esquina salían dos calles que formaban un ángulo de 90° entre ellas, todas las calles iban en subida, al llegar a determinada altura pasaba una calle transversal que las cortaba y luego venía una bajada; de manera tal que, vista desde el cielo, el pueblo partía de un cuadro pequeño que era la plaza y luego los cuadrados que formaban las calles se iban haciendo más grandes. El pueblo eran cuadros grandes que contenían cuadros pequeños, las calles eran bajadas o subidas. Pero, además de eso, la mayoría de las casas estaban en esas calles que bajaban o subían, es decir, estaban en un plano inclinado, pero construidas es especies de terrazas que se le hicieron a la montaña.

La casa donde vivía el tío era una casa grande, la vieja casa familiar con muchos años construida y con varias remodelaciones. La casa era un cuadrado grande y al entrar estaba una sala amplia con sus muebles dispuestos para conversar. En la sala estaba una enorme biblioteca que tenía varias poltronas cerca para los lectores. La sala en sí era como tres salas en una, a los lados de esta estaban los cuartos. El primero a lquia derecha era su cuarto, con un baño privado, luego no había más puertas porque para entrar al cuarto que colindaba con el principal, había que entrar al comedor, que estaba al pasar la sala, y en el comedor, a la derecha estaba la entrada de un cuarto con baño privado también, aquí dormían mis padres, dentro de ese cuarto había otra puerta que conducía al cuarto contiguo a la habitación principal, sin comunicación con este, este pequeño cuarto era el que yo usaba.

En la sala, pero a la izquierda había otros dos cuartos, el primero era un cuarto sin cama, solo estaba un retrato grande de mi bisabuelo que parecía que te estaba vigilando; el otro cuarto tenía dos camas y era el espacio más agradable de la casa porque estaba bien pintado, con claridad y era bastante amplio. A la izquierda del comedor estaba la cocina y después del comedor había como una estancia, aquí estaba el baño para los visitantes, esta estancia era como la antesala al patio. Este último era lo mas tenebroso de la casa ya que era oscuro y su vegetación era intrincada.

Ahora en su funeral, que se realizó precisamente en esa casa, yo, con más de treinta años encima, escuchando a los pocos amigos que le quedaban vivos hablar sobre cómo era él, empecé a recordar las historias que antes había escuchado, pero no les prestaba atención. Aquí y ahora entendí que él era un hombre mundano, un trotamundos que recorrió muchos países de Sudamérica y le gustaba hablar de ello. La única historia que pude referir estando en su funeral, fue una que me impactó cuando era niño y fue una de las pocas a las que le presté atención sentado en el mueble de la sala.

Es esa ocasión el tío Félix le hablaba a mi papá de su viaje a Perú. Salió con la intención de conocer Machu Pichu. Recuerdo que contó que viajo en tren, que al llegar quedó impactado cuando entró y contempló esa maravillosa montaña con su ciudadela, como recorrió las terrazas, como observó el agua fluyendo en sus fuentes, como recibió un magnetismo inexplicable en la piedra sagrada, en el templo del cóndor y en el templo del sol. Él le dijo a mi padre que ese viaje le cambió porque espiritualmente lo transformó y lo renovó. Sus maravillosas historias de Pachacutec, en la expansión del imperio, o de la guerra civil entre Manco Capac y Atahualpa las contaba con una emotividad que erizaba la piel.



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En el texto hay: microrrelatos, aventura, vida cotidiana

Editado: 12.02.2025

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