Alejandro estaba preso física, moral y emocionalmente. Ya habían pasado dos meses desde su detención y en ese tiempo no había tenido noticias de nada fuera de sus cuatro paredes de la celda. No sabía que había pasado con sus hijas, con su esposa o con el resto de su familia, aunque algunos interrogadores, mientras lo entrevistaban, le dijeron que a su familia le habían quitado todos sus bienes, que estaban en la calle, pasando trabajo, que pronto a su madre le quitarían la casa donde había nacido, crecido y formado a todos sus hijos, que sus hermanos también serían detenidos, que sus propiedades también serian expropiadas y que todo este tsunami, por el cual estaban atravesando, fue provocado exclusivamente por él, por su ambición o por su ingenuidad.
Llamarlos interrogadores es demasiado suave para lo que hicieron con Alejandro Carrasco. Desde el mismo momento de su detención fue víctima de un maltrato verbal, moral y hasta físico. Lo sacaron esposado de su oficina, delante del personal que él dirigía. Desde un primer momento, todos lo asumieron culpable y lo trataron así. No fueron suficientes sus llamados al respeto a su persona, los guardias que lo detuvieron les gritaban a todos los empleados de la empresa que se llevaban al presidente por ladrón, por corrupto, por traidor a la patria; mientras lo paseaban esposado por todas las instalaciones hasta conducirlo a la calle.
Alejandro, un hombre que nació en el seno de una familia de clase media, con un papá economista, empleado del gobierno y una madre ama de casa, muy religiosa; formado en una universidad pública como ingeniero, militante de un partido político desde sus tiempos de universitario. Casado, divorciado, con dos hijos de su primer matrimonio y una del segundo. Un hombre que desde pequeño fue cercano a la gente, empático, de muy buen trato, conversador, jovial, de conducta intachable, conocido en su círculo político y en el trabajo como un hombre de conducta recta, incorruptible; por lo que, cuando fue nombrado presidente de la siderúrgica estatal, todos aplaudieron el nombramiento.
Dos años después de este nombramiento, Alejandro salía esposado de la empresa, rodeado de guardias que intentaban detener a la gran ola de periodistas que esperaban su versión del arresto. Nadie podía creer que un hombre, cuyo nombramiento fue aprobado unánimemente por el Congreso, estaba siendo ahora detenido por corrupción, cuando él fue visto como el adalid en la lucha anticorrupción de las empresas básicas del estado. Por eso, en este momento, Alejandro Carrasco se sentían moralmente preso, estaba siendo linchado política y moralmente por todos lo que escucharon la noticia, incluyendo los empleados por los que tanto había luchado.
Porque realmente Alejandro quiso hacer todo bien en la empresa, instaló un comedor para todos los empleados, aumentó los salarios, mejoró el sistema de bonificaciones anual y vacacional, el excedente de las ganancias anuales de la empresa fue distribuido entre todos los trabajadores, implementó planes vacacionales para los hijos de estos y creo un organismo para otorgar créditos hipotecarios, vehiculares y préstamos personales para todos los integrantes de la empresa. Todo esto lo hizo ganarse la buena voluntad de los trabajadores que, antes de su llegada, tenían muy pocos beneficios porque los presidentes de turno siempre manifestaron que la empresa estaba quebrada.
Sin embargo, internamente Alejandro Carrasco cambió, el cargo lo cambió, empezó a rodearse de personas que vivían del boato, del lujo, dejó la práctica de softbol y el dominó por el ciclismo y el pádel. Dejó de visitar las comunidades marginales para hacer proselitismo político, ahora visitaba restaurantes de lujo para comer con otros empresarios y hacer todo tipo de negocios. Ya no vivía en el centro, en un apartamento de tres habitaciones de un edificio de sesenta años de construcción, ahora lo hacía en un pent house de seis habitaciones, más el cuarto de servicio, de un edificio lujoso en una zona exclusiva de la ciudad. Ya no conducía un carro sedán, comprado de segunda mano, ahora manejaba una camioneta importada, blindada, en cuyo volante estaba un conductor y, al lado de este un escolta; sin embargo, no tenía un solo vehículo, él disponía de tres para su uso, todos importados. Su esposa y sus dos hijos mayores también tenían sendas camionetas.
También cambió en su trato con las personas. El otrora amable Alejandro, el que hablaba con los amigos, con los empleados, el que escuchaba a todos y trataba de aportar alguna ayuda, se transformó en una persona energúmena que no paraba de gritar, que le gustaba que todos corrieran cuando él daba alguna instrucción, que se negaba a recibir a cualquiera en su despacho, que a sus antiguos amigos y a empleados que no eran de su confianza, los ponía a esperar hasta diez horas en su antesala para que se cansaran y se fueran sin hablar con él, porque estaba convencido que todos querían sacarle dinero y ya no quería perder dinero.
Cambió en sus gustos. De ser un hombre sencillo, amante de la naturaleza, del campo, de bañarse en un río con un sancocho, de pasar tiempo con toda su familia, de disfrutar sin necesidad de gastar dinero, de irse de rumba a tomar con sus amigos de la infancia; pasó a convertirse en un asiduo visitante de las capitales europeas. Roma, París, Madrid, fueron sus destinos habituales por casi dos años; pero su sitio preferido fueron los Alpes suizos, hasta pensó en comprar una casa cerca del Lago Ginebra.
Dos años después de recibir el cargo, Alejandro Carrasco estaba preso. Pecó de ambicioso y de ingenuo. Pensó que sus nuevos amigos, sus amigos inversionistas, lo iban a ayudar a realizar algunas inversiones con el fondo de pensiones, para así mejorar estas y, en el camino, ganar algo de dinero. Realmente ganaría mucho dinero con lo cual compraría su casa en el lago, en Suiza, pero de este acto de corrupción no habría ninguna víctima, todos serían ganadores; por lo que, para Alejandro no existían ningún crimen, sino muchos beneficiados: Los Inversionistas, los trabajadores y el mismo.