Navegábamos por el mar hace semanas, la mayoría estaba ansioso por desembarcar en tierra
firme y batallar por la expansión de nuestro país. Los entrenamientos los hacíamos en la
cubierta del barco, éramos muchos y se nos dificultaba hacerlo bien. Nadie quería dejarse
estar con su físico ni habilidades. La alimentación no era la mejor, pero el pensamiento de
lucha y muerte fortalecía y nutría el alma de todos.
A los pocos días dimos alcance a otra embarcación nuestra que nos estaba esperando, habían
divisado tierra enemiga a un día de navegación. Con esta noticia la ansiedad creció en la
tripulación, por mi parte tenía miedo de lo que pudiese ocurrir allá. Nadie había vuelto
después de partir, los generales decían que estábamos ganando y que en cualquier momento
el enemigo caería. Yo, sinceramente no era un hombre de guerra, mis pasiones eran otras y no
quería morir tempranamente solo por saciar la sed de expansión territorial. Prácticamente
estaba obligado y el castigo era peor que la muerte.
Así que aquí estaba, preparado para lo peor, mis habilidades con armas no eran mi fuerte. A la
distancia pudimos ver un barco aliado que venía desde el continente, cuando se nos acercó a
pedirnos ayuda, supe que todo no era tan maravilloso como nos habían dicho. El capitán del
barco nos rogaba que salváramos a su tripulación muy mal herida. En sus cuerpos vimos lo
cruda que era la guerra y en sus miradas los horrores que nos esperaban. Definitivamente los
cuerpos mutilados y el olor a sangre que se sentía en el aire fue una dura patada en la
entrepierna para todos nosotros. Nuestra gente no los pudo ayudar en su miseria, todo esto
solo hizo que avanzáramos a toda máquina a la masacre.
La noche llegó y con ella las pesadillas en las mentes de los hombres. Sobresaltados y gritando
despertaban algunos, con la impresión de los pobres aliados mutilados no quise pegar un ojo
en toda la noche. Entrada la madrugada se oían chapuzones en el mar, esto alertó a más de
uno y llegó a oídos del capitán. Algunos hombres se estaban lanzando por la borda queriendo
escapar de la fea muerte que nos tenía preparado el destino. Con arco y flecha fueron
castigados desde el barco en movimiento. Sus cuerpos inertes flotando cerca de la costa darían
la bienvenida a las próximas flotas de refuerzo.
Al amanecer, pudimos ver en la costa grandes humaredas acompañadas de un ambiente
calmo, el capitán dio la orden de desembarcar, pero los hombres de guerra se habían tornado
unos niños tímidos. No sabía si temerle al silencio del lugar o a los horrores que presenciamos
el día anterior. Caminando casi sin hacer ruidos salimos de las aguas y pisamos tierras
enemigas por primera vez. Cuando ya todos estábamos sobre la arena se oyó un silbido, luego
otro y otro, era una lluvia de flechas rompiendo el viento que venía hacia nosotros. Como pude
me tiré a tierra y cubrí con mi escudo, mientras veía caer a mis compañeros uno a uno como
un costal de papas. La cobardía se apoderó de mí unos instantes, quise hacerme el muerto
hasta que esta pesadilla terminara. Otros camaradas me levantaron a la fuerza y entre los tres
hicimos una pared para resguardar a los arqueros que estaban tras nosotros. Miré hacia atrás
como despidiéndome del barco, y noté que la tripulación se convirtió en un puñado de
hombres tratando de sobrevivir a tan fea bienvenida.
La lluvia cesó y una horda de hombres salió corriendo tras unas ruinas, con espada en mano y
escudo en la otra gritando a todo pulmón. Nuestros arqueros se prepararon y lanzaron sus
flechas hacia ellos. Uno a uno caía el enemigo, otros lograban pasar y nosotros los repelíamos
cuerpo a cuerpo. A los minutos el segundo barco desembarcó, estos hombres venían más
eufóricos y dispuestos a morir, sin darnos cuenta los habíamos inspirado y ellos a nosotros. Los
arqueros enemigos salieron corriendo y terminamos de rematar a los moribundos guerreros.
Nuestra adrenalina estaba a tope, los hombres se habían convertido en bestias sedientas de
sangre. Corrimos para alcanzar a los cobardes y los rodeamos cerca del centro de su pueblo. Se
rindieron sin dar más lucha, fue extraño ver como la cara de mis compañeros pasaba de roja a
una llena de dudas. Nadie nos entrenó jamás para una situación como esta, no sabíamos cómo
proceder. ¿Se les mataba o los teníamos como esclavos?
El lugar estaba silencioso, solo se oían súplicas y llantos de algunos aldeanos. Se sentía como
en la orilla, cuando desembarcamos, empecé a retroceder del miedo que esa calma producía.
Los hombres bajaron la guardia mientras discutían qué hacer y una lluvia de rocas grandes fue
lo último que vieron. Varias catapultas acabaron con todos, yo que había retrocedido y
permanecido bajo unos árboles, fui el testigo de tan despiadada obra de ingeniería y estrategia
militar.
Con el miedo apoderado completamente de mí, corrí hacia el barco sin mirar atrás. Al llegar caí
de rodillas a la arena. Ambas embarcaciones estaban ardiendo en llamas, no tenía escapatoria.
Podía meterme al mar y nadar hacia ninguna parte o simplemente dejarme apresar por el
enemigo. A mi espalda pude oír el desenfunde de espada, pero fui más rápido, empuñé la mía
contra mi torso y me dejé caer de cara contra el suelo. El soldado me volteó y me dijo: ¿Qué
has hecho?, somos tus aliados, lamentablemente los confundimos con el enemigo y por error
usamos las catapultas contra ustedes.