En la profundidad del valle se encontraba un pueblo, donde los jóvenes amantes iban a un
cerro rodeado de siembras a consumar su pasión. El lugar era muy concurrido, ya que nadie los
podía ver ni interrumpir. Carlos, un trabajador del lugar, sabía muy bien lo que ahí ocurría, ya
que entremedio de los frutos se ponía a espiar a las parejas. Un par de veces casi fue
descubierto, así que se le ocurrió hacer e instalar un gran espantapájaros, donde podría espiar
sin ser descubierto. Un par de días le tomó el trabajo, era tan grande que entraba en él y tenía
una vista panorámica.
La gente que llegaba y veía el espantapájaros no le preocupaba este, sino que lo veían para lo
que fue hecho. Con el pasar del tiempo la gente no le tomó importancia y seguían en lo suyo.
Carlos por otra parte, disfrutaba el espectáculo que se daba varias veces al día en aquel lugar.
Un día una pareja decidió hacer una pequeña fogata ya que estaba oscureciendo. Entre la
pasión y lujuria la descuidaron y el fuego se salió de control. Intentaron apagar las llamas, pero
fue en vano y Carlos para no ser descubierto esperó que los amantes abandonaran el lugar
para salir de su escondite. Cuando se fueron, el espantapájaros ya estaba en llamas y Carlos no
pudo salir a tiempo. Dos días después de apagado el incendio, los lugareños encontraron a
Carlos, rostizado.
Décadas después la historia había traspasado generaciones como el espantapájaros morboso.
Mucha gente puso uno en sus cerros, donde algunos buscaban intimar. Se sentían observados
porque creían que Carlos los miraba desde el más allá. También se había hecho costumbre
apuñalarlo un par de veces, por si realmente alguien estuviera ahí dentro. Esto último solo
provocó la desaparición de personas. Que quién sabe, quizás estaban dentro de los
espantapájaros.