Muchas naciones habían caído durante mi reinado, no hubo ejército ni héroe que pudiese
conmigo. Había nacido para conquistar mas no para soportar la peste. Todo lo ganado se iba
sin mí al mando, estuve muchos años oculto en mi castillo, sobreviviendo a la enfermedad
maldita que me tumbó en cama, había perdido mi musculatura, mi destreza y lo más
importante, mi reputación. Muchos reinos se adjudicaron mi muerte al no verme en batalla.
Mis tropas fueron diezmadas a un puñado de hombres, mis tierras eran solo unas hectáreas y
lo más preciado que era mi castillo fue cedido por mi pueblo a cambio de paz a pueblos
enemigos.
Oí entrar a los soldados enemigos a lo más alto de mi castillo, donde me refugiaba. Mi cuerpo
no me permitía moverme y huir, así que fue tomado como prisionero de manera muy simple.
Se corrió la voz por todas partes de mi paupérrimo estado físico y que aún estaba vivo. Me
encerraron en un carro de esclavos y me llevaron por todos los pueblos y reinos donde había
arrasado antiguamente. La gente me escupía, apedreaba, apuñalaba, maldecía, en fin, recibí la
mayor humillación de mi larga vida. A mis captores y verdugos les sorprendía que a pesar de
mi deplorable estado y de todos los golpes que recibía aún estaba vivo.
Cuando ya no sabían que más hacer conmigo ni como humillarme me encerraron en una
letrina, de pie, bajo el piso de una celda en mi castillo y con una reja sobre mí. Solo me
alimentaba de las sobras que dejaban caer los prisioneros en ella y el agua solo en sueños, ya
que puros orines podía conseguir.
Me dejaron ahí a mi suerte a una agónica y larga muerte. Desde ahí pude sentir como la tierra
se movió y derrumbó parte del castillo. En aquel agujero no se veía nunca la luz y cuando por
fin pude verla de vuelta dije: Gracias, no sé con qué tono lo habré dicho, pero la arqueóloga se
asustó tanto que llamó a sus compañeros.