Amo mi pequeña vecindad, rodeada de muros que nos protegen del exterior, al cual teníamos
prohibido salir.
Acá hay varios niños de mi edad con los que día a día jugamos y corremos por el barrio, no
tenemos grandes lujos como bicicletas o celulares, vivimos a la antigua. Casi siempre hay
afuerinos que vienen a visitar a mis vecinos, yo no los entiendo, siempre hablan solos o están
tristes. A la mayoría de mis amigos les regalan juguetes cuando los visitan, por mi parte mi
familia no recibía visitas hace muchos años. Confieso que me daba envidia ver a mis vecinos
con juguetes nuevos a menudo y me molestaba que se burlaran de mis juguetes viejos y de
madera e incluso de mi balón de trapos. Yo soy feliz con ellos, amo el fútbol, de grande me
gustaría jugar con otras vecindades y quizás con personas de otros pueblos.
Hay un niño que viene de visita casi todos los fines de semana a ver a su padre, este no jugaba
con él y lo ignoraba, me daba pena, quizás por qué se habrían separado sus padres. Un día
llegó con un balón que era precioso, jamás había visto uno tan nuevo y brillante, me preguntó
si quería jugar y respondí emocionado que sí. Jugamos toda la tarde, hace años que no jugaba
tanto al fútbol, mis vecinos siempre se negaban a si quiera tocar mi balón de trapos, así que
jugaba solo. En una oportunidad pateé tan fuerte que di un pelotazo en la casa de la vecina
más cascarrabias, ¡dejen descansar, gritaba! Ya cuando oscurecía, el niño se marchó y
prometió jugar conmigo nuevamente el fin de semana siguiente.
Mis amigos del vecindario me decían que no jugara con extraños y afuerinos, pero no me
importaba, me sentía feliz de compartir mi afición con alguien más. Aquel día llegó, pero no él.
Me sentí triste toda la semana. Trepaba el muro para ver si lo veía venir, pero nada. Así estuve
toda la semana hasta que el sábado llegó el niño, corrí a saludarlo, pero se veía triste y no traía
el balón. Me dijo, lo siento, mi madre no me deja jugar contigo, dice que debo estar con mi
padre cuando lo vengo a ver. Puedes venir a vivir acá, es muy tranquilo y así podríamos jugar
todos los días, sería genial, le dije. No es tan fácil, nos vemos otro día, iré donde mi padre, me
dijo.
Lo vi un par de veces más visitando a su padre. El guardia nocturno me decía que no llore, que
era muy tarde y me fuera a descansar, yo no quería, solo quería llorar.
Mucho tiempo después volvió y bajo su brazo traía el balón y con la otra mano me hacía señas
para ir a jugar con él, corrí encantado. Fuimos a jugar a un lugar alejado para así no molestar a
mi vecina. Nos turnábamos para ser arquero, usábamos de portería el muro. Cuando por fin
me tocaba ser goleador, pateé tan mal que el balón voló por sobre el muro y dio a la calle.
Tranquilo, iré yo, me dijo. Trepó y saltó y al segundo después se oye un ruido espantoso.
Muchas personas salieron a ver que había sucedido. Pensé que le había ocurrido algo malo a
mi nuevo amigo, pero trepó y saltó el muro de vuelta. Ya me tengo que ir, nos vemos pronto,
me dijo, y se fue.
Fue grata la sorpresa verlo a media semana de visita. Viviré con mi padre, ahora podremos
jugar todos los días, me dijo. No lo podía creer, por fin ya no habría más esperas.
¡Y cuál es la casa de tu padre? le pregunté. Aquella, me señaló. ¿Dónde está toda esa gente
llorando? Pregunté extrañado.
Sí, hoy es mi funeral y viviré en el mausoleo familiar, respondió.
¿Mausoleo? Que suerte la tuya, yo vivo en aquella tumba vieja y olvidada bajo las ramas de los
árboles, contesté.