El peso de la guerra tanto en mi mente como en mi cuerpo se notaba. Tantos años de querer
sobrevivir había llegado a su fin. Estaba harto de matar y tratar de no ser matado. Ya no
quedaba una pizca de humanidad en mí, me había vuelto un animal salvaje, no me reconocía.
Había sido una noche larga donde el día se confundía con esta, atrincherado me dormí, no sé
cuánto, ya que mi mente se había desconectado de mi cuerpo.
Cuando desperté, estaba desorientado, quise agarrar mi fusil, pero se había caído de mis
brazos, al voltear la mirada, un soldado enemigo sorprendido que estuviese vivo, me apuntó.
No tenía escapatoria, hasta aquí llegué, pensé. Levanté las manos y cerré los ojos, rindiéndome
ante la vida, un país enemigo y conmigo mismo. Me sentía tan animal que me convertí en
presa de otro. Pasó un momento y aún estaba vivo, el soldado enemigo había bajado su arma y
le sacó el cartucho que no tenía municiones. Arrojó su arma y bajé mis brazos, noté en su
mirada que se había reflejado en mí, en mi sentir, en mi miseria y en mi rendición, ante todo.
Éramos lo mismo, dos animales en un agujero entregados a la muerte. Metió su mano al
bolsillo y no temí que sacara un arma, es más, lo deseaba. En cambio, sacó una barra de
chocolate, la partió y me lanzó la mitad. Con recelo lo recogí cuando él ya había llevado su
parte a su boca. Comí como el ácido, ni supe que sabor tenía el chocolate. Llevaba días sin
comer y le agradecí con la cabeza. Me ofreció agua de su cantimplora, lo acepté sin pensarlo,
hace días que solo bebía mi orina. Me sentía mal por no poder ofrecerle nada a cambio, pero
creo que el saber que podía tomar mi arma con algunas balas aún y no abrir fuego sobre él, lo
compensaba. Lo vi cabecear un par de veces, luchaba contra Morfeo, no quería caer en sus
brazos y despertar en los de la muerte. Para darle confianza también cerré mis ojos hasta que
me dormí, entre sueños lo vi dormido, parecía un cuerpo más, estaba muerto en vida, al igual
que yo.
Cuando volví a despertar, él seguía durmiendo, me tenía que ir, aunque no sabía a dónde. Me
levanté silenciosamente para no despertarlo, recogí mi fusil, saqué algunas balas y se las dejé
sobre sus piernas. Pude ver que bajo sus manos había sangre, la que había corrido por su
costado, lo moví, intentando despertarlo, pero estaba frío y duro. Su rostro mostraba una
sonrisa, quién podría sonreír en estas circunstancias. Quise darle una digna sepultura, pero las
tropas enemigas me pisaban los talones. Cuando llevaba unos metros caminando, empecé a
vomitar sangre y a desvanecerme y ahí entendí el porqué de su sonrisa, me había envenenado.
¿Lo hizo de buena o mala fe?, no lo sé, pero se lo agradezco.