La melancolía corría por las carreteras y calles de Salsipuedes, la muerte iba sentada detrás de él, silente sin balbucear una palabra y sin tocarle; mil cuestiones martillaban sus neuronas en un temible holocausto apocalípticos. Cada idea, cada pensamiento flagelaba su existencia, igual que 16 pistones en un motor de cigüeñal desgastado, en un triste vaivén que provoca un accidente mental. Un nuevo pinche sería el final de su cordura: su hija enferma, su mujer insultándolo…
—Sólo eres un bueno para nada, tuve que elegirte a ti entre todos mis enamorados, el peor de todo, sólo por el maldito colorcito y por ser un bonitillo cabeza hueca, si me hubiera llevado de mami y metido con el feíto y prieto de Antonio fuera ahora doña Isaelkys, pero no, tuve que elegir a una mierda de hombre como tú—. Eran las típicas palabras que su esposa le daba de desayuno, comida y cena.
Ningún pasajero había subido a su motor, el sol golpeaba con rabia su frente sudorosa. Como de costumbre la disyuntiva más grande era la falta de dinero, esto ennegrecía sus días. Sergio tenía la cabeza cubierta por ese viejo casco descompuesto que le regalo su cuñado Andrés, con el cual buscaba solamente reunir los requisitos de los Agentes del transporte público.
La mala suerte además de la muerte le seguía, disfrazada de las Autoridades Metropolitana del transporte público; detienen a Sergio antes de cruzar el puente de Madre Vieja Norte.
—Lo que me faltaba —pensó en voz alta y con ese sentimiento de indignación e impotencia, que nubló el poco juicio que le quedaba y fulminó la última gota de paciencia. Arremetió iracundo, irracional y lleno de rabia contra los agentes del orden vehicular.
—Malditos agentes del desorden —gritó después de algunas preguntas típicas de las autoridades, que aparentaban ser una conversación pacífica y calmada, en la cual explicaba su condición financiera. Sin embargo, ellos con oídos sordo ignoraron sus palabras, no entendían razones, ni explicaciones, ya que estaban hambrientos y querían buscar lo de su comida.
Sergio dejo caer de sus mejillas un par de lágrimas, de esa que provocan un hecatombe emocional, entonces sale corriendo, dejando el motor atrás, sube a la barandilla y se lanza del puente como una gaviota que vuela al mar de la libertad.