Allí estaba él... me acuerdo bien, sobre el molino de viento, cuyas aspas no giraban por el óxido dejado por el salitre, la brisa yodada y el agitar de las olas cercanas; se había corroído cada mecanismo dejándolo inerte, falto de vida. Sólo el imaginado por los vehículos en movimiento que logran escapan de Salsipuedes. En cualquier momento se vendría abajo.
Mi bisabuela decía que estaba allí desde antes de la tiranía de Trujillo. Nadie sabía cuándo llegó y se ancló a las verdes llanuras convertidas en cañaveral. El ahijamiento se veía salir de la tierra, ni un mes había pasado desde el último corte.
Ni siquiera sé cómo pudo trepar sobre aquellos fierros viejos. Enjambres de aves lo colonizaron, crearon sus nidos, realizaban melodiosos recitales. Mirífico verlas en su convivencia, buscando los materiales para su casa, jugando y en su canto sempiterno.
Los jóvenes comenzaron a llegar en manada. La mayoría esperaba que cayera como una guanábana madura de las alturas. Las apuestas empezaron a tener lugar —tres a una—, mientras el murmullo desnudaba la supuesta verdad —enormes cuernos en la cabeza, un venado que rascaba la superficie de los cielos— eran las palabras que comentaban las malas lenguas; la mujer lo dejó únicamente con lo que tenía puesto, después de descubrir que él la encontró con otro en el acto de infidelidad.
Yo estaba en mis abriles, era un imberbe ingenuo e inocente aún, apenas cursaba el antepenúltimo año de primaria: en ese entonces, no entendía; buscaba los susodicho cuernos en la cabeza del señor. Después de explicarme todo el asunto, no entendía como alguien podía prescindir de su vida, como no querer estar vivo. Incluso hoy con todo y mis problemas no logro entenderlo. Mientras nos quede vida tenemos esperanza; aunque del cielo nos caiga orina y del infierno nos brote mierda.
Sostenido sobre la vieja estructura, listo para un lance al vacío, un clavado mortal... El hombre gritaba impropios escatológicos, palabras incriminatorias y otras pendejadas sobre la culpable de su desdicha. Prometió lanzarse si ella no iba.
Religioso llegaron con sus oraciones, agua bendita y la biblia para alejar los demonios. Él solo quería verla por última vez. Una pequeña cometida fue a buscarla. La mujer renegó la invitación.
—No voy a dar «show» ni a divertir a la gente —fueron sus tajantes palabras. No valió ruego ni labia de los mensajeros que abogaron: —es de vida o muerte— sus negación fue rotunda.
—No, no y no —ni siquiera por una cuantiosa cantidad de dinero que alguien le ofreció.
—No voy a dar comedia, están perdiendo su tiempo, no iré... Eso no es más que una niñada, una especie de chantaje. Además, apuesto a que si no voy no se mata, es su estúpido juego: estoy cansada de ello. Todo es para llamar mi atención, lo conozco bien, me cansé de él y por eso hice lo que hice, ya no quiero nada con ese señor, váyanse de mi casa, por favor. —fueron sus últimas palabras, antes de entrar y cerrarnos la puerta.
—Es una vida que está en peligro —voceo uno de nosotros como último intento.
—Si el piensa que me va a joder… este cohete, que se joda —dijo, realizando un gesto vulgar con su cuerpo y alzando los dedos medios de sus manos. Logré verla a través de una ventana— no me molesten más, no iré.
Las horas pasaron, el hombre seguía gritando vulgaridades, mientras el sol lo tostaba como un pan en un tostador. Los sudores le corrían como aguas en un diluvio. Entonces, lo más esperado parecía que al fin iba a ocurrir.
—Muchos de ustedes quieren que me tire, ¿verdad? ¿Quiénes desean ver mi muerte? —gritó ya casi sin fuerza.
—Pues váyanse a la mierda —prosiguió diciendo, fue cuando resbaló y casi se cae.
—Ya tírate si te va a tirar, para que se calme todo este can y todo este alboroto.
—Sí, estamos perdiendo nuestro tiempo.
—Estamos cansando de ti, tu no vale para nada buen pendejo.
—¡tírate ya!
—Ustedes son unos malditos —grito nuevamente buscando entre la multitud la silueta inexistente de su exmujer.
—Sí, quieren que me tire, tienen que traerla.
La gente comenzó a perder el interés, empezó a retirarse: los jóvenes le lanzaron piedras con unos tirapiedras que tenia de cazar rolitas.
—¿Acaso quieren ir preso? —preguntaron las autoridades al ver las acciones. Uno de ellos tomó mi tirapiedras y lanzó una a la estructura, sonó durísimo. Yo, junto a ellos éramos ya los últimos espectadores.
Los religiosos se habían retirado. Los agentes policiacos se marcharon tras el sermón. Minutos después, sólo quede yo y aquel estúpido hombre en el lugar. Cuando sucedió lo peor: él empezó a descender de la metálica estructura, había perdido mi tiempo y quedado con un sinnúmero de preguntas existenciales, que me hicieron cuestionar la vida.
Nunca supe cómo se llamaba aquel cobarde sin valor; no me intereso saber el nombre de un perdedor que vestía su mejor traje y ni siquiera tuvo la determinación para cumplir sus palabras y lanzarse.