Marta después de 14 años unida a su esposo, por contrato social, más que amor. El cuchicheo, más el qué dirán y el temor a esas palabras que parten el alma de una mujer en dos o más partes: «te vas a quedar jamona», «esa es una jamoneta», «esa debe tener un nido de araña ahí abajo», «es una solterona vieja», «esa tiene una quesera ahí abajo que nadie se quiere comer»... entre otras crueles alusiones, vociferada por lenguas viperinas. Ella era cristiana, en busca de alguien como David, Salomón… no a un Palti o Adriel.
Odiaba el murmullo y las críticas; no la resistía, así que por temor a todo ese palabrerío acosador, terminó casada con el estúpido de Maikel. Un hombre del tipo nacido para morir solo, tranquilo, reservado, minucioso y algo holgazán. Un zángano cuya función es morir decapitado por las obreras del panal tras copular con la reina, es muy difícil conseguir comida para mantener a un sablista bueno para nada, cuando tienes decena haciendo fila para derretirte en la miel.
Aunque Marta sólo tenía a ese zángano, al cual no le prestaba interés, ni siquiera le dio la más mínima oportunidad; más él, tampoco fue capaz de domar a la reina, y conquistar el amor de su mujer por más de una década de matrimonio.
Marta estaba destinada a un amor prohibido, a una compañía que la dejaba en soledad, un hombre casado, el hijo del pastor. En estas fechas tenía 3 niños y dirigía su propia iglesia. Sin embargo, la llama en su corazón por él seguían latente y viva; latían con mucho vigor, con más brío y ahínco que la lumbrera mayor; tal ceniza en su pecho incinerado que se niega a olvidar, curar y darle a otro la oportunidad de amar. Incapaz de resurgir como un ave de fénix, y soltar ese amor que simplemente fue en un sólo sentido.
Marta aun en matrimonio no permitió que su marido consumará la relación, condenándose a una falsa y una mentira con tal de evitar las criticas sociales y de la misma iglesia a la que asistía. Un estúpido brote de esperanza encerado en una caja mitológica, cuya grieta han diluido todo el verdor romano.
Quién lo diría… Nadie creería en un matrimonio de tal índole dentro de la iglesia, guardar la apariencia con tal felonía y esas restricciones, que hacían analogía con los perversos hijos de Judá.
Pagarle a un hombre para que se casará con ella, que al final término «convirtiéndose al señor». No se sabe si era parte del contrato, o una treta para conquistar a su complicada señora. Si fue una estratagema o no, no le valió de nada. Por mucho año ella le negó no sólo su virginidad, sino el más insípido de los besos y la más mezquina mirada.
Maikel no soportaba más la abstinencia a la que le había sometido su mujer, así que un día de diciembre, entre botellas de ponche y vino; unas copas tras otras fueron suficiente, para hacerle a Marta, lo que nunca le había hecho.