El único error de la señora Lucrecia posiblemente fue haberse enredado con el escuálido de ojos aceitunas de Tiburcio. Hombre holgazán, machista, de mirada psicópata y antisocial. Él marchitó su pubertad y casi le robó la vida por causa de sus celos estúpidos y absurdos.
Lucrecia tenía algunas semanas de dar a luz a Eric Manuel, cuando Tiburcio al verla hablando con Israel, su hermano, casi la mata.
Ellos tenían cierta rivalidad o enemistad, eran como agua y aceite; a pesar de ser hermanos nunca se habían llevado bien, posiblemente por ser el hijo favorito de doña Florencia, causarle tanto dolores de cabeza y su forma de ser tan indeseable.
El malentendido, si se le puede llamar así, ocurrió cuando Israel lo visitó desde Salsipuedes, para conocer a sus hijos por petición de su madre.
Tiburcio era un malhechor de Gualey, que había salido huyendo de Salsipuedes. Las paredes murmuraban a su espalda, decían que había matado a alguien, salió corriendo y se internó en el peor barrio de la capital, donde vivía una tía suya. No transcurrió un mes cuando conoció a la tierna Lucrecia, cuya belleza primaveral empezaba a florecer, y a pesar de que todo el mundo le dijo:
—Eres muy joven para casarte y ese hombre no te conviene. —Incluso los familiares de Tiburcio.
Lo único bonito que recibió de aquella bestia de cabello cobrizo, en los cincos años que tuvieron juntos fue a José Adrián y Eric Manuel. Dos jóvenes encantadores, muy guapos, completamente opuesto a su padre, estudiosos y trabajadores.
Ambos estaban en término de tesis: Eric Manuel, el menor; estaba como profesor en un colegio, estudiaba licenciatura en matemática orientada a la educación secundaria. Mientras José Adrián, el mayor; estudiaba ingeniería de sistemas informáticos y trabajaba en una multinacional de telecomunicaciones, Altice Dominicana.
Ambos jóvenes sentían ese vacío de crecer sin un verdadero padre. No sabría si llamarlo odio, asco resentimiento, vergüenza o indiferencia, pero no había un sólo pétalo de afecto positivo por su padre.
La semana se deslizaba hasta el ombligo de los días laborables, en el mes del amor y el carnaval dominicano. José Adrián había olvidado sacar dinero de la plaza de Downtown Center, antes de tomar el autobús al salir de la empresa a la 10:30 de la noche, así que al llegar a la avenida 27 de febrero, llegó al cajero del banco y retiró mil pesos dominicano. Cuanto estaba a punto de dar la vuelta, alguien entró y puso un metal frio detrás de su espalda. El joven sintió el espesor del arma, pero mantuvo la calma.
—Dame la cartera con todo y el dinero que sacaste.
Esa voz se le pareció muy familiar a José Adrián y enseguida giró diciendo:
—Papá eres tú.
Entonces se escuchó un disparo y un cuerpo cayó al suelo.