Esta historia me la contó un antiguo profesor, que a su vez le fue contada por su abuelo. Como supondrán, se trata de una historia antigua. El abuelo de mi antiguo profesor aseguraba que era una historia verídica. Yo no sé decirlo. Ustedes dirán.
Humberto Arroyo era un hombre de mediana edad, solitario, amargado y asqueado de la vida, quizá por ello la vida le jugaría tan mala pasada (así era como mi antiguo profesor iniciaba esta historia, cuando antes de iniciar la clase o después de terminarla, empezaba con el relato). Humberto Arroyo vivió y creció en la ciudad, pero nunca se sintió muy a gusto en ella. De manera que un día decidió mudarse a un pueblo.
Los habitantes de San José lo vieron llegar muy temprano al poblado, cuando el sol apenas despuntaba al alba. Se movilizaba en una carreta que traqueaba a cada giro de las ruedas. La mula que tiraba de su carreta era colorada, flaca y tenía la crin como pelambre. De dónde sacó la carreta y la mula, es algo que ni mi antiguo profesor, ni su abuelo, pudieron esclarecer. Humberto, ante el frío matinal, se resguardaba con un poncho viejo y raído, por la boca expulsaba vaho, mientras con un pequeño látigo animaba a la pobre mula a caminar más rápido.
La gente de San José lo saludó amigablemente, más no recibieron más que un silencio hosco. Humberto Arroyo no era de aquellos que levantara el brazo por algo que no valiera la pena. Y por saludar a gente desconocida no valía la pena abrir la boca o alzar el brazo, menos con aquel frío. Silencioso, con el único ruido del traqueteo de la carreta, se dirigió sobre el húmedo camino de barro hasta la casa del alcalde.
Humberto Arroyo había ido a San José para quedarse. Consultó con el alcalde (mientras se tomaba un buen vaso de ponche) las propiedades en venta y compró la más barata (también era muy tacaño). No le sorprendió que la casa estuviera sobre una ondulante colina, a casi medio kilómetro del pueblo, después de todo no podía aspirar a más por tan bajo precio. Se dirigió con su carreta hacia su nueva casa y se instaló allí, en medio de la nada y de un silencio sepulcral.
Humberto Arroyo vivió casi un año en San José. Casi no salía de su nueva vivienda. Su tiempo lo dedicaba a leer una antigua colección de relatos que había traído consigo desde la ciudad, a sembrar y cultivar unas cuantas hortalizas y flores y a gruñir a los niños que se atrevían a acercarse a su propiedad.
Durante ese tiempo en San José apenas si llegaron a conocer una capa del solitario Humberto Arroyo. Supieron que venía de la ciudad, que era hosco, gruñón, solitario y tacaño. No le gustaba cultivar la amistad de nadie, excepto quizá la del alcalde, aunque no se está seguro de esto último, sólo se supone porque fue el alcalde la última persona con la que Humberto habló. Nunca se supo si Humberto tenía familia, ya que nunca lo visitó alguien que pudiera considerarse como tal, ni él contó a nadie que tuviera. De manera que muchos supusieron que no la tenía, y con el paso del tiempo incluso llegaron a decir que Humberto Arroyo era un espíritu vagabundo, un alma en pena. Particularmente creo que Humberto Arroyo era sólo un hombre solitario e incomprendido.
Era una noche de diciembre cuando aquel extraño suceso empezó a cernirse sobre Humberto Arroyo. Recostado en una banca de madera, a la luz de una vela (recuerden que es una historia muy antigua y que en ese entonces no había energía eléctrica), releía uno de sus libros favoritos. El reloj de pared señalaba las doce de la media noche. Lo que menos esperaba Humberto en ese momento era que alguien llamara a la puerta, pero así fue. Humberto, que no creía ni por asomo en fantasmas, se levantó gruñendo, dejó en la mesita el libro y abrió la puerta, pensando únicamente en lo que le diría a aquel insensato por molestarlo a esas horas de la noche.
Una hermosa niña vestida de blanco purísimo estaba de pie en el umbral. Era una pequeña de cabello liso y pelirrojo, su rostro era ovalado, suave y perfecto. Y sus ojos, sus ojos eran oscuros y bellos, pero rebozaban angustia y tristeza a partes iguales. Era la imagen de una niña que cargaba con una gran pena.
Humberto, que había abierto la puerta, con un montón de diatribas en la punta de la lengua, las contuvo y en su lugar preguntó:
—¿Se te ofrece algo, pequeña? ¿O te has perdido?
—Me puede regalar un vaso de agua —dijo la niña, y su voz era dulce, impregnada de dolor y melancolía. Era la voz más triste y dulce que Humberto había escuchado en su vida. En cualquier otra ocasión o a cualquier otra persona, le habría cerrado la puerta de un porrazo, pero no a aquella niña de blanco.
—Por supuesto que sí, mi amor —respondió Humberto, conmovido hasta la médula.
De la tinaja de barro llenó un vaso de agua y se lo tendió a la niña. Ésta lo cogió, dio media vuelta y se alejó.