Cuentos de terror

La cacería de la muerte

Quien me invitó a ir de cacería fue uno de mis mejores amigos. ¡Ay! ¡Cómo se me encoge el alma al recordar el destino del pobre desdichado!

Pero no era una cacería cualquiera. Cuando salimos del pueblo caminamos durante toda la jornada hasta que nos adentramos en las montañas heladas que se alzaban al norte. Se trataba de una cacería en tierras heladas y cubiertas de nieve. Antes de que anocheciera levantamos la tienda y nos dispusimos a pernoctar. La caminata había sido larga y cansada. Necesitábamos recuperar energías para emprender la cacería al siguiente día con nuevos bríos.

Mi amigo y compañero de cacería se llamaba Jared y ambos éramos de la misma edad. Sin embargo, él era alguien acostumbrado a las cacerías y a pasar la noche en diminutas tiendas de campaña. Yo no. Quizá fue por ello que él se durmió casi en el acto mientras yo me quedaba con los ojos abiertos, intranquilo y dando un sinfín de vueltas entre mis mantas. Ruidos extraños (como pisadas), ramitas rotas, hielo quebrándose y uno que otro aullido lejano hacían que en mi interior creciera un temor casi palpable.

Sólo diré que esa noche casi no dormí. Cuando le comenté a Jared sobre los ruidos extraños que había escuchado durante la noche, él se echó a reír, me dijo que no fuera tonto, que eso era normal en aquellos lugares. Yo no estaba tan seguro.

Como cacería, aquella aventura fue infructuosa. El primer día no encontramos rastros de ningún ser viviente. Lo que sí encontramos (que aceleró mi corazón hasta más no poder, y llenó mi ser de los más profundos temores) fue un conejo muerto. No tenía cabeza, tres arañazos cruzaban su vientre y despedía un olor nauseabundo.

—Debe haber sido un lobo —comentó tranquilamente Jared mientras revisaba el conejo de lado a lado.

«¡Apuesto a que no!», pensé yo. No creía que un lobo arrancara la cabeza a sus víctimas y dejara marcas tan profundas, más propias de un león que de un pequeño can. Además, no había huella alguna en torno a la víctima.

Un golpe sordo a mis espaldas (mientras Jared revisaba al conejo) me heló hasta los huesos. Incluso Jared se sobresaltó ya que se puso de pie de un salto y giró apuntando con el arma hacia la fuente del ruido, hasta ese momento me percaté de que yo había hecho lo mismo. No era nada, un montón de nieve se había precipitado desde la copa de un árbol.

De nuevo pasé la noche casi en vigilia. Siempre que estaba a punto de dormirme, un ruido extraño me despabilaba. Incluso me atrevo a decir que escuchaba suaves pisadas y graves ronquidos rondando nuestra tienda. De más está decir que Jared dormía como una piedra.

Al día siguiente, la falta de sueño era más que notoria en mí. Después de dos noches en vela, los parpados se me cerraban inconscientemente y sentía los músculos rígidos y adoloridos. Jared se dio cuenta y en gesto caballeroso me propuso que regresáramos a casa. Yo me negué ¡Idiota de mí!, y le pedí que siguiéramos buscando algo que cazar por lo menos durante aquel día.

La calamidad se cernió sobre nosotros al atardecer. Cuando nos disponíamos a plantar la tienda, un rugido ensordecedor que calaba hasta los huesos, proveniente de una montaña escarpada en nieve, surcó el aire. Acto seguido escuchamos que algo se abalanzaba en dirección nuestra, era un ruido semejante al de una estampida. Jared, pálido como el mármol, me miró antes de tomar su rifle, poner una rodilla en tierra y esperar, fuese lo que fuese, a aquello que venía sobre nosotros.

Me da vergüenza admitirlo, pero mi temor fue tal que me oriné en los calzoncillos. Presa del pánico grité a Jared para que nos alejáramos de allí, que buscáramos refugio en los árboles. Jared no me escuchó. Y como no lo hizo, yo sí corrí, corrí y me resguardé tras un viejo roble. Lo admito, me siento fatal por haberlo dejado sólo, pero de no haberlo hecho, habría sufrido su mismo destino.

De pronto, el ruido como estampida desapareció del entorno y sólo nos quedó un silencio tenso. Sonriente, tembloroso y abochornado por mi acto de cobardía, salí de mi escondite y dirigí mis pasos hacia Jared. Apenas di tres pasos, suaves y rápidas pisadas surgieron de donde había desaparecido el ruido como estampida. Entonces, tras un arbusto, saltó una sombra grande, oscura y peluda. Jared disparó, pero la sombra ni siquiera reparó en ello. La oscura figura cayó sobre mi amigo y lo desgarró como si fuera un muñeco de trapo.

Lo último que vi de mi amigo antes de dar media vuelta y echar a correr como loco, fueron sus vísceras en la nieve…

Corrí, corrí, corrí, hasta donde ya no pude más. Sentía que el corazón se me saldría por la boca y creía escuchar a la oscura figura pisándome los talones, sin embargo, siempre que reunía el coraje suficiente y volvía la vista, no miraba más que oscuridad y una débil y titilante luna allá asomándose en el horizonte.




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