Cuentos de terror

Viernes 13

Mis amigos y yo salíamos de parranda a menudo, generalmente una vez a la semana. Nos gustaba ir a las cantinas y a los bares (no diré que nos gustaba ir a los antros porque en nuestro pueblo no existen tales establecimientos). Otras veces nos limitábamos a quedarnos en casa. Comprábamos las cervezas, el aguardiente y las drogas y nos reuníamos en la casa de alguno de los que nos apuntábamos a la fiesta. Otras veces nos reuníamos en las esquinas y allí tomábamos, hacíamos escándalo y nos emborrachábamos hasta casi perder la cordura.

Escribo este relato para contarles un suceso que me ocurrió en una de estas borracheras. Casualmente ocurrió un viernes 13. Estaba borracho a más no poder y había consumido cocaína a raudales. Pensarán que lo supersticioso, lo borracho y lo drogado me hicieron delirar, pero yo no creo que todo haya sido producto de mi subconsciente. Pero no estoy escribiendo esto para convencerme a mí mismo, ni para convencerlos a ustedes de que lo que experimenté fue real, de manera que a partir de estas líneas me limitaré a referir lo acontecido.

Como mencioné atrás, era un viernes 13, sombrío y taciturno. Había acordado encontrarme con mis amigos en el bar de don Lucho, estábamos dispuestos a pasarla bien esa velada.

Chente (o Vicente), se encontraba ya sentado a la mesa cuando yo llegué. Jugueteaba con una lata de cerveza cuando ocupé la silla frente a él. Me miró, sonrió alegremente, y pidió dos cervezas a una de las chicas. Minutos después apareció Tony, con sonrisa maliciosa nos informó que ya había conseguido un par de gramos de cocaína. Le palmeamos la espalda, cual si hubiera anunciado que la selección había ganado el mundial de fútbol y, yo invité las siguientes cervezas.

Reunidos ya los tres nos dedicamos a beber, ingerir droga y bailar con la primera chica que pasara cerca de nuestra mesa.

Tras la cuarta cerveza ocurrió la primera incidencia de que aquella noche, no sería una noche normal: una mujer de blanco, con el cabello alborotado y la piel tan pálida como el color de la leche se paró en la puerta del bar. Puesto que mi silla miraba directamente hacia la entrada (nunca me ha gustado sentarme de espaldas a la puerta), de mis amigos, fui el único que la vio. Y creo que también el único de todo el local. Instantáneamente se me erizaron los vellos de los brazos y un viento frío llegó hasta mí.

—¿Quién es esa? —Pregunté a mis compañeros señalando a la mujer.

Tony y Chente volvieron la vista hacia la entrada, pero la mujer ya no estaba.

—¿Quién? —Preguntaron al unísono.

Sin responder a sus preguntas me incorporé de un salto y corrí hacia la entrada. Una curiosidad casi morbosa me impelía a averiguar quién era aquella extraña mujer. Sin embargo, cuando asomé la cabeza por la puerta, la mujer ya no estaba, había desaparecido. Desaparecida, era el único verbo que se me ocurría para explicar el hecho de que ya no estuviera a la vista, ya que consideraba harto improbable que corriera lo suficientemente rápido para doblar alguna de las esquinas, las cuales se encontraban a por lo menos cincuenta metros del bar, considerando que este se encontraba a mitad de manzana.

Desconcertado y con un extraño temor en mi pecho, regresé con mis compañeros.

—¿Quién era? —Preguntó Tony.

—Nadie —me limité a responder.

El resto de la velada la pasé meditabundo y sombrío. Desde ese suceso, un extraño temor se había apoderado de mí. Este temor no me dejaba disfrutar, como de costumbre, a mis amigos, las cervezas y la droga. Con esto no quiero decir que no tomé ni ingerí droga, porque lo hice, por supuesto que lo hice, con igual o más ahínco que antes. Sin embargo, no participé de la algarabía normal del bar. La silueta de la mujer de blanco y rostro pálido no desalojaba mis pensamientos, lo que me mantenía apartado de casi todo suceso a mí alrededor, con excepción de la cerveza y la droga.

Lo más extraño y atemorizante de todo, antes de que mis amigos se levantaran de las sillas para marcharse a sus casas, fue que la extraña mujer volvió al bar en dos ocasiones más. Y digo extraño y atemorizante porque siempre sucedía lo mismo: la mujer se paraba en la puerta y cuando yo ponía sobre aviso a mis compañeros, ésta ya había desaparecido.

Hacia las once de la noche, Tony y Chente me pidieron que regresáramos a casa, pero yo me negué, aún quería tomarme un par de cervezas más. Así fue como me quedé sólo en la mesa, aunque no sólo completamente porque aún había algunos clientes más en el bar.

Bebíame una cerveza, unos quince minutos después de la marcha de mis compañeros, cuando la extraña mujer volvió a aparecer en la puerta. La miré con ojos desorbitados, fijamente, apuré mi lata de cerveza y avancé con paso decidido hacia ella, esta vez no dejaría que desapareciera misteriosamente. Pero antes de que llegara hasta ella, la mujer se deslizó hacia la calle; se deslizó, porque en ningún momento vi mover sus piernas, daba la impresión de que flotaba. Sin perderla de vista ni un ápice me puse a perseguirla. Estaba decidido a averiguar quién era o qué buscaba.




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