Masiro, quien trabajaba para una empresa cervecera, decidió ocupar sus veintidós días de vacaciones, yéndose a una casa a la orilla de la playa. Maribel (su esposa) y su hijo Daniel de siete años, se mostraron entusiasmados ante la perspectiva. De manera que empacaron lo necesario, subieron al coche mientras reían y condujeron hacia unas vacaciones maravillosas (o eso era lo que creían).
La casa que Masiro había alquilado para el lapso de tres semanas era maravillosa: era de dos plantas, tenía cuatro habitaciones (cada una con baño privado), una amplia cocina, una sala con televisión y anchos sillones, un comedor, estudio, biblioteca… en fin, era obvio que era una gran casa. Lo mejor de todo era que quedaba a escasos doscientos metros de la playa, por lo que era posible escuchar el oleaje desde la azotea y ver a los diferentes bañistas que visitaban el lugar.
Después de desempacar, toda la familia se vistió para bajar a la playa. A mitad de camino, Masiro recordó que debía llamar a su madre (le había prometido que le llamaría en cuanto llegara a su destino), así que regresó a la casa para llamar a la anciana.
Cuando subía las escaleras en busca de su celular, vio que sobre un cojín de la sala había un enorme gato negro, el cual lo miraba directamente a él. Masiro agitó la cabeza, era poco probable que un gato lo viera de aquella forma. Sin embargo, allí estaba el gato, grande, negro, echado sobre un cojín, mirándolo directamente a él. En primer lugar, no tenía por qué haber un gato en la casa, y en segundo; no tenía por qué mirarlo de aquella forma, como si lo sopesara.
Masiro decidió restarle importancia, un gato no le echaría a perder el primer día de sus vacaciones.
Habló con su madre, la tranquilizó diciéndole que todo estaba bien (su madre se preocupaba por todo) y corrió escaleras abajo para reunirse con su familia en la playa. Cuando cerraba la puerta, vio al gato sentado en el patio, inconscientemente se sobresaltó. ¿Cómo era posible? Estaba seguro que no había ninguna ventana abierta, mucho menos una de las puertas, entonces ¿cómo había llegado el gato al patio? Seguramente se había deslizado entre sus piernas cuando él salía, sí, eso debió pasar. Aunque también era probable que el gato conociera alguna salida que él no.
Desechó al animal de sus pensamientos y se fue a reunir con su esposa a la playa. Juntos dedicaron el resto del día a divertirse. Se bañaron, se asolearon, comieron helados, tomaron cocos fríos…
Cuando regresaron a la casa, lo primero que Daniel hizo tras cruzar el marco de la puerta, fue gritar emocionado.
—¡Un gato! —exclamó— ¡Hay un gatito en el sofá! —acto seguido salió corriendo a abrazar y acariciar al peludo animal.
—¿De dónde lo sacaste? —preguntó Maribel.
—En realidad ya estaba aquí —respondió Masiro, incómodo.
—Pues a Daniel le encanta —observó su esposa mientras iba a reunirse con su hijo.
Esa noche Masiro revisó todos y cada uno de los rincones de la vivienda. Al parecer el gato entraba y salía a placer de la casa, en algún lugar debía haber un resquicio por el que el felino se colaba. Conforme avanzaba en la revisión, Masiro se iba poniendo más nervioso, no encontraba el hueco por el que el gato se colaba (porque estaba seguro que la última vez, definitivamente, el gato no se había colado entre sus piernas), de manera que irremediablemente su imaginación volaba haciéndole creer que en aquel extraño animal había algo oscuro y sobrenatural.
Masiro estaba terminando de revisar la casa (donde no había encontrado ningún hueco en el que fuera capaz de colarse ni siquiera un ratón), cuando un grito aterrador bañó la casa, era la voz de su pequeño.
Foco en mano, Masiro corrió en busca de su hijo.
Lo que vio lo dejó paralizado. Una sombra oscura, enorme, sin forma uniforme, se cernía sobre el convulso cuerpo de su hijo. Junto al pequeño yacía despatarrada la madre, cuyo cuerpo cubierto de sangre estaba ya sin vida.
Masiro cogió un paraguas (era lo único que tenía a mano) y se abalanzó sobre la oscura sombra. Lanzó un golpe, más el paraguas traspasó la figura oscura como si de humo se tratara. En ese momento, la cabeza del ente giró ciento ochenta grados. Aterrorizado, tembloroso y sintiendo que el corazón se le pararía de un momento a otro, Masiro intentó retroceder. La cabeza que había girado era la de un gato, el mismo gato negro que entraba y salía a placer de la casa.
El gato lanzó un chillido agududo antes de deslizarse sobre Masiro.
La policía recogió los cuerpos de la familia al día siguiente. El informe decía que junto a los restos sólo estaba la mascota de los fallecidos: un gato negro.