Cuentos de terror

La visita de la muerte

Esta historia me la contó mi amigo Estuardo. Algunas veces he dudado de su veracidad, algunas otras me inclino a darla como un hecho. Dejo a ustedes la última palabra.

Estuardo, entonces un muchacho de quince años, vivía con su madre, su padre, dos hermanos y una hermana. Era una familia como cualquier otra. También vivía con ellos el padre de su madre, un anciano próximo a cumplir los ochenta años, y un perro llamado Bobby.

Don Tomás, el abuelo de Estuardo, era un anciano cuyos últimos meces los pasaba las más de las veces en la cama. El reuma, la artritis y un cáncer que le consumía los pulmones (por fumar mucho en su juventud), le permitían abandonar el lecho muy pocas veces, y eso con ayuda de alguno de sus nietos o de una caminadora fabricada de caoba por el propio padre de Estuardo.

Nadie en aquella tranquila casa soñaba con que el anciano viviera muchos años más. Es más, casi todos dudaban que llegara siquiera a su octogésimo cumpleaños. Pero eso no les impedía soñar, y todos soñaban con que el abuelo viviera muchos años más.

Junto al lecho de don Tomás siempre había uno de sus nietos, si no la hija o el yerno. En la casa tenían un horario establecido, de tal manera que todos tenían que cuidar al abuelo durante algunas horas. Éste también acorde a las actividades que los padres y los hijos desempeñaran durante el día. Por las noches se turnaban para dormir en el cuarto del convaleciente, para administrarle los medicamentos, llevar un sorbo de agua a sus labios o llevarlo al baño. Bobby por su parte, no se separaba del lecho del anciano en ningún momento, lo cual era algo que aún tenía sorprendidos a los moradores de aquella casa.

Una noche en que le tocó a Estuardo quedarse a pasar la noche en el cuarto del abuelo, sucedieron cosas extrañas, cosas que le pusieron los pelos de punta. Primero fue un acceso de tos por parte del anciano. Estuardo se puso de pie de un salto, prendió la luz y acudió en ayuda de su abuelo. Lo acunó en sus brazos mientras le daba a beber pequeños tragos de agua. Lo tuvo entre sus brazos hasta que la toz cesó y el abuelo volvió a quedarse dormido.

Cuando se disponía a apagar la luz para volver a acostarse, Bobby se puso de pie y empezó a gemir. Era un gemido lastimero.

—¿Qué sucede Bobby? —preguntó Estuardo.

Mas el perro pareció no escucharlo. Siguió gimiendo y empezó a andar por toda la habitación. Tenía el rabo entre las piernas y parecía perdido.

—¿Quieres ir el baño? —preguntó nuevamente.

El perro no le hizo caso y continuó en lo suyo.

El golpeteo repentino en la puerta le produjo un sobresalto.

—¿Quién es? —preguntó. Al otro lado no hubo respuesta—. ¿Eres tú, papá?

Al otro lado el silencio era sepulcral.

—Todavía no —la débil y forzada voz de su abuelo Tomás arrancó a Estuardo un brinco—. Dadme un día más —suplicó.

—¿A quién hablas, abuelo?

—A la muerte.

—Mejor duerme, abuelo —dijo Estuardo acercándose a don Tomás—. Necesitas descansar.

—Por favor —dijo su abuelo—. Aún no me he despedido de mi familia.

—Necesitas dormir, abuelo —dijo Estuardo acomodando los almohadones—. Dormir te hará bien.

—Está bien —la voz gélida y carrasposa del otro lado de la puerta provocó un escalofrío en Estuardo, incluso Bobby se hizo un ovillo y gimió como si estuviesen a punto de matarlo—. Te concedo un día más, Tomás.

—Gracias —dijo don Tomás y se volvió a recostar sobre los almohadones con gesto plácido.

Estuardo, aturdido y sin saber qué pensar, tardó un segundo en coger valor para averiguar quién estaba a la puerta. Cuando la abrió, el pasillo estaba desierto, excepto por un aire frío impropio de aquella región del país.

—No te preocupes, hijo —dijo su abuelo—. Duerme.

A pesar del extraño temor que acosaba su corazón, Estuardo durmió esa noche como un bebé. Su abuelo también durmió apaciblemente y, además de la única vez que el despertador lo hizo ponerse de pie para suministrar un par de pastillas al anciano, no le molestó en toda la noche.

Por la mañana todo lo ocurrido durante la noche parecía algo lejano, como si hubiera sucedido hacía años o en otra vida. De manera que Estuardo tuvo un día normal; desayunó, fue a la escuela y jugó futbol con sus compañeros de clase en la cancha del parque. Incluso le dio un beso a su novia.




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