Marcelo, Carlos y yo parecíamos unos jóvenes normales. Íbamos a la escuela todos los días, jugábamos fútbol, de vez en cuando nos acercábamos a una iglesia (he de admitir que casi siempre para ver a las chicas) e incluso no teníamos malas notas. Pero todo era una fachada.
Por las noches nos cambiábamos los rostros y salíamos a hacer lo que más nos gustaba: fumar marihuana e inhalar cocaína. Pero como sabrán, todo eso cuesta dinero. Puesto que era obvio que nuestros padres no nos darían dinero para conseguir las drogas, teníamos que buscarlo mediante otros medios, medios fáciles por supuesto. ¿Y qué medio es más fácil que robar? Sí, robar. Robábamos una o dos veces por semana. Nos metíamos a los negocios, a las casas y de vez en cuando asaltábamos a los peatones. Siempre buscábamos dinero y joyas, pero cuando no encontrábamos ni lo uno ni lo otro, nos teníamos que conformar con electrodomésticos, piezas de artesanía, pinturas, mobiliario de oficina y todo aquello que fuera posible robar y canjear por dinero.
Con dinero en mano nos dirigíamos a nuestro proveedor de drogas, un señor propietario de un bar al que llamaban Chancho. Por supuesto, don Chancho sabía que nosotros éramos los ladrones de la comunidad, pero como él también se veía beneficiado, nunca nos delató.
Puesto que nos preocupaba mantener las apariencias, nos íbamos a algún lugar sólo, donde pudiéramos entregarnos al mundo de la fantasía y la ilusión, donde pudiéramos drogarnos a placer sin temor a ser descubiertos. Teníamos dos lugares predilectos: el cementerio y el parque. El cementerio, a esas horas de la noche, era un lugar oscuro, solitario y tenebroso. El parque, era un sitio bastante diferente. Por las noches era iluminado por un centenar de lámparas. Tenía innumerables banquetas, varias canchas para practicar fútbol y baloncesto (cada una con su respectivo graderío) un escenario para usos múltiples y varios kioscos comerciales.
Una noche, la noche de la fatalidad, decidimos ir al parque. Nos saltamos la valla como de costumbre y nos sentamos en las gradas de una cancha de fútbol, allí nadie nos vería.
Alrededor de media noche, cuando nos echábamos ya nuestro tercer puro de marihuana, frente a nosotros apareció un sujeto.
—¿Quiénes son ustedes y qué hacen aquí? —demandó con voz autoritaria.
—¡Coño, ya nos descubrieron! —maldijo Marcelo.
—He hecho una pregunta —rugió el sujeto.
—Tranquilo, viejo —dije yo, la coca y la hierba me habían vuelto osado—. Sola estamos fumando un poco.
Dicho esto, el tipo se plantó de un par de zancadas frente a nosotros y me arrebató el puro de marihuana, casi con violencia. Nos sorprendió a todos cuando se llevó el puro a los labios.
—Está muy bueno —dijo, con una media sonrisa—. Aunque me temo que este no es un lugar para fumar.
—¿Quién es usted? —preguntó Carlos.
—Soy el guardián del parque —respondió, dándole otra calada al cigarrillo.
—No sabía que el parque tuviera guardián —comentó Marcelo.
—Pues ya ven que sí —fue su respuesta.
—Si usted es el guardián del parque no debería fumar —le dije yo.
—Solo me estoy preparando para lo que voy hacer.
—Pero si nos entrega a la policía, también descubrirán que usted ha fumado —le hice ver. Suponiendo, claro está, que era eso lo que se proponía.
La respuesta del guardián fue una sonora carcajada. Aun riendo le dio otra calada a la hierba. Y sin dejar de reír dijo.
—No, yo no planeo entregarlos a la policía —pero no era su voz, era la voz de un demonio—. Lo que me propongo es algo mucho peor.
Ante la mirada incrédula de los tres drogadictos el guardián cedió su lugar a una criatura totalmente inhumana. Sus ojos se volvieron rojos y alargados, su boca se transformó en un hocico con descomunales colmillos. Sus dedos se alargaron y sus uñas se volvieron afiladas garras. Cuando la transformación cesó (cosa que no llevó más de cinco segundos), el guardián era un monstruo horrible, de esos que uno imagina sólo en las más horribles pesadillas.
Cuando los jóvenes despertaron de su letargo ya era demasiado tarde. El primero en caer fue Carlos. Marcelo fue desgarrado ferozmente cuando intentaba saltar la valla. Y el tercero, murió horriblemente cuando llegaba a las puertas de su casa.
Terminado el trabajo, el guardián se lamió la sangre de las manos y los labios. Después se transformó nuevamente en humano y siguió su camino, en busca de más parques que limpiar.