Jon Davis era conocido en todo el pueblo por ser el más intrépido cazador que alguna vez haya hollado la región. Muchos incluso aseveraban que era el más grande cazador de todo el país, que ya eran palabras mayores. Jon Davis se dedicaba a la caza desde que era un mozuelo. Su primera presa fue un conejo, un conejo dulce y tierno que a veces jugaba con él; era el conejo de los vecinos. Pero eso no impidió que un día Jon le reventara la cabeza con una piedra lanzada desde su honda fabricada por su hermano mayor. A partir de ese momento Jon Davis se empecinó con la caza.
A sus cincuenta y tres años, edad avanzada para algunos, para Jon Davis no, aún se atrevía a ir de cacería. La mayoría de las ocasiones prefería ir solo, siempre había sido así, y no le gustaba compartir los secretos que con tanto esfuerzo había descubierto a lo largo de su vida como cazador.
En una ocasión partió de caza junto al mejor de sus perros. Montó en su ruano y cabalgó hasta el bosque. Allí, dejo a la caballería en el lugar de costumbre y se adentró junto a su fiel compañero en las entrañas de una selva casi virgen.
Al medio día aún no había visto nada. Muchas veces había que pasar días enteros en el bosque para lograr encontrar una presa, ya que éstas empezaban a escasear, pero no ver si quiera un pájaro era algo completamente fuera de lo normal. Aquello no estaba bien. De pronto un extraño temor agitó su corazón.
—No —dijo—, esto no está bien. Me temo que hoy no es un buen día para cazar.
Cuando giraba sobre sus pies para volver por donde había llegado, a sus espaldas oyó a su perro ladrar, luego chillar. Giró bruscamente con el arma lista para disparar. La criatura que atacaba a su perro era un ser nunca antes visto.
Parecía humano, pero no lo era. Su cuerpo estaba totalmente cubierto de espeso pelaje negro. Y su rostro, su rostro era el de un mono. Fácilmente habría pasado por un enorme gorila de no ser por las garras en pies y manos y por el cuerno en la cabeza.
Jon Davis, experto cazador como era, no se dejó amilanar y haló del gatillo tres veces antes de que la criatura se perdiera en el bosque. Estaba seguro haberle asestado al menos con uno de los disparos. Su perro, amigo fiel y compañero de mil cacerías, yacía despatarrado en el suelo con el vientre destrozado y las vísceras en el suelo.
Una furia sorda inundó el ser de Jon Davis. Si al principio había sentido temor, ahora sólo sentía furia y odio. Encontraría a esa criatura, fuese lo que fuese, y la haría pagar por la muerte de su amigo. Recargó la escopeta. Alistó el cuchillo en la cadera izquierda y el revólver 38 en la derecha y se puso en persecución de la extraña criatura.
Entró la noche y Jon Davis aún seguía buscando. Sin su perro que lo guiara tenía que valérselas por sí solo para seguir el rastro de la criatura. Afortunadamente, efectivamente uno de sus disparos había herido al extraño ente y, aguzando la vista, era posible ver hilillos de sangre gracias a los cuales podía seguirse el rastro del asesino del perro.
Más tarde Jon Davis encontró el hogar de su presa. No estaba ella, pero sí sus cachorros, eran cinco y todos eran miniaturas idénticas a la madre, o padre, o lo que fuera. Jon Davis sonrió con malicia. Desenfundó su revólver 38 y disparó cinco veces consecutivas.
El grito casi humano proveniente de unos espesos matorrales le heló la sangre durante un momento. Pero cuando comprendió de quién se trataba sonrió maliciosamente de nuevo. Alistó la escopeta y se adentró en los matorrales.
No se sabe a ciencia cierta que sucedió en aquellos matorrales. Allí todo era oscuro y los rayos de la luna no alcanzaban a iluminar más que las hojas de la cima. Lo que sí se sabe es que después de que Jon Davis entrara allí, se oyeron disparos, gritos, maldiciones y aullidos.
A la mañana del siguiente día todos vieron regresar a Jon Davis con una sonrisa de oreja a oreja, montaba su ruano como siempre y en las ancas colgaba un enorme bulto. No había que ser sabio para saber que Jon Davies se había salido con la suya nuevamente.
Ya en casa, toda la familia salió a recibir a Jon Davis, al menos los que estaban en casa: su esposa, su hija, su nuera y sus cinco nietos.
—Hoy no comeremos carne —anunció, por que leía esa pregunta en los semblantes de sus parientes—. Sin embargo, creo que obtendremos algo de buena piel. Encargaos de ello mientras yo cuento mi aventura a los chicos —dijo. Siempre acostumbraba a contar la historia de sus cacerías a los niños.
Las mujeres se quedaron boquiabiertas cuando vieron a aquel extraño y feo animal y a sus cinco cachorros. Sin embargo, sumisas como eran, se pusieron manos a la obra para quitar la piel a las presas del señor de la casa.