Charlie era un niño como cualquier otro. Era pequeño, y cómo no, si sólo contaba con ocho años de edad. Iba a la escuela como todos los demás, tenía muchos amiguitos con los cuales le encantaba jugar, y por qué no, también hacía una que otra travesura de vez en cuando.
El pueblo en el que Charlie vivía era pequeño, acogedor, colorido y vivaz. Era un pueblo en el que rara vez sucedía algún acontecimiento digno de mención. Por eso cuando los Ramírez Hernández se mudaron al pueblo fue toda una novedad. Fue algo que se comentó durante varios días en los hogares del pueblito.
Muchos vecinos ni siquiera dieron tiempo a los nuevos inquilinos a que desempacaran cuando ya tocaban a las puertas de la casa para darles la bienvenida; unos les llevaban dulces; otros, frutas; otros pastelillos; incluso hubo una familia que llevó un pavo horneado. Los Ramírez Hernández recibieron todo con cálidas sonrisas y efusivas gracias.
La gente opinó que parecían una familia cualquiera. Sin duda no desentonarían en el pueblo.
Los Ramírez Hernández tenían un hijo. Edwin era un muchachito flaco, amigable y morenito. Tenía doce años, aunque si alguno de vosotros lo hubiera visto juraría que a lo sumo tendría diez.
Para Charlie, Edwin resultó ser un vecino bastante divertido. Los amigos de Charlie también opinaban lo mismo. Edwin sabía cuentos que los niños desconocían, contaba chistes en extremo divertidos y tenía un aire aventurero digno de envidiar.
Edwin se volvió, a los escasos días desde su llegada, en el líder del grupito de niños al que pertenecía Charlie. Con sus doce años era el mayor, además de que parecía más despierto y más intrépido.
Días después de la llegada de Edwin, Charlie empezó a sufrir alucinaciones. O al menos fue lo que pensó en un primer instante. Una mañana, cuando se despertó, vio a un niño pálido y delgado frente a su cama. El grito aterrador de Charlie alertó a los padres, que acudieron presurosos a su habitación.
—¿Qué sucede, cariño? —preguntó la madre— ¿Por qué gritaste?
—A-a-allí… allí había un niño —logró articular Charlie.
—Debió ser una pesadilla —le dijo la señora.
Pero Charlie no lo creyó así. Estaba completamente despierto cuando vio al extraño niño. Por lo que él sabía, las pesadillas se sufrían mientras se dormía y no cuando se estaba despierto.
Ese día Edwin los lideró en una excursión a un bosquecillo que rodeaba el pueblo. En el bosque jugaron a las escondidas un rato. Cuando estuvieron cansados se sentaron formando un círculo y empezaron a contarse chistes. De pronto, Edwin sacó de sus bolsillos un cigarrillo y una cajetilla de cerillos.
—¿Qué es eso? —preguntó uno de los niños al ver como Edwin encendía el cigarrillo y le daba una calada.
—Es un cigarrillo —respondió el interpelado—. ¿Quieren probar?
Todos hemos sido niños, por lo que creo que está demás explicar que la curiosidad puede más que la prudencia. De manera que el cigarrillo empezó a circular de mano en mano, de boca en boca, entre risitas nerviosas y accesos de tos provocados por el humo.
El último del círculo era Charlie. Cuando se preparaba para darle una calada al cigarrillo vio al extraño niño pálido de la mañana en el centro del círculo, el cual con una mano y un movimiento de los labios le decía que no. Charlie por supuesto que se asustó. Se puso de pie de un salto y el cigarrillo escapó de sus manos.
—¿Lo vieron? —preguntó, nervioso— ¿Ustedes también lo vieron?
—¿Ver qué?
—Anda, no seas gallina y dale una probadita al cigarro.
Pero Charlie tenía miedo. De manera que ya no se atrevió a coger nuevamente el cigarrillo.
—Ya me voy —anunció.
Antes de salir del bosquecillo, el niño pálido se le volvió a aparecer.
—Hola, Charlie —dijo.
—¿Quién eres tú? —preguntó Charlie, quien de alguna extraña manera ya no sentía tanto miedo.
—Soy tu amigo —respondió la aparición—. Y estoy aquí para ayudarte.
—Yo no necesito ayuda.
—Claro que sí —insistió el niño pálido—. Estabas a punto de cometer un error, yo estoy aquí para evitar que te equivoques.