Cuentos de terror

El loco

¡Loco! ¡Loco! ¡Loco! Pero no, no estoy loco, al menos no lo estaba esos días. Ahora quizá sí. Estas cuatro paredes acolchadas, la prenda elástica con que me sujetan cuando la cojo contra los médicos, la soledad de mí cubículo, el lento transcurrir de los días, el ansia de libertad que oprime mi pecho; eso sí que es para volverse loco. Pero no, no estoy loco.

¿Qué querían que hiciera? ¿Quedarme de brazos cruzados mientras mi esposa me jugaba la vuelta? No, ¿verdad?, por supuesto que no.

Habíame casado con mi infiel esposa siendo ambos aún muy jóvenes. En ese entonces ella aún no me había fallado, o al menos eso creo. Era la esposa perfecta, la amorosa, amable, atenta, oficiosa. Y me quería, vaya que me quería. Tendrían que pasar varios años para que ella mostrara sus garras.

Primero fueron los pleitos. No le gustaba que me fuera a tomar con mis amigos, no quería que me reuniera con ellos para jugar al póker. Ahora me pregunto ¿por qué?, y me hace dudar de su culpabilidad, ya que, de haberlo sido, esas noches eran los momentos precisos para reunirse con su amante.

Pero luego vuelvo a la carga, ella era culpable, lo sé. Es increíble que después de tantos años aún me atormente de manera tan atroz.

Después de los pleitos vinieron sus incesantes muestras de coqueterías con otros hombres. Ella creía que yo no lo notaba. Pero nunca he sido ciego, y lo veía todo con una perspicacia aguda.

Cuando salíamos a caminar ella les sonreía a los hombres, a las mujeres también, pero de ellas no tenía por qué preocuparme. Era de los hombres de quienes debía temer. Además de las sonrisas, también les dedicaba miradas tan… seductoras. Y ese caminar que hacía, contoneándose para un lado y otro, era una clara invitación a los demás hombres. Y yo lo notaba todo, pero guardaba silencio. Fue allí donde empecé a sospechar de su infidelidad. Me propuse descubrirla.

La vigilé durante varios meses seguidos. La seguía sin que ella lo notara, revisaba sus correos, y permanecía noches enteras en vela, porque sabía que en cualquier momento podía dejar la cama para irse a reunir con ese otro, con ese con quien me traicionaba.

Era muy lista. A pesar de hacer lo que hice, no pude descubrirla. Sin duda cubría bien sus huellas. No dejaba rastro. Y eso sólo me molestaba más. Ella no podía ser más lista que yo, tal vez así lo creía ella, pero no lo era. Tenía un amante, lo sé, y tarde o temprano la descubriría, y me las iba a pagar.

¿Pero cómo hacía para verse con otro hombre a pesar de mi continua vigilancia? Es algo que aún me pregunto, ya que no tengo más que conjeturas. La respuesta más lógica, es que lo hacía cuando yo me iba al trabajo. Sin embargo, los vecinos aseguraban que en mi ausencia nadie entraba o salía de la casa. Además, no fueron pocas las veces que falté al trabajo para quedarme a vigilarla. Pero nada.

Ya mencioné que era muy lista, y vaya que lo era. ¿Entonces cómo hacía? ¿Cuando iba al mercado?, pero si también la seguía al mercado. ¿Cuando iba a la escuela a traer al niño? ¿Cuando iba a pagar las cuentas al banco? A día de hoy aún no estoy seguro de cómo lo hacía.

¡Ah!, pero no se iba a salir con la suya. No, por supuesto que no.

Sucedió un día antes de que terminara en este lugar y los doctores me dijeran que estaba loco y que necesitaba tratamiento.

El día anterior, mi esposa me había anunciado que visitaría a su abuela, porque la pobre estaba enferma. Pero como yo era muy ducho, siempre iba un paso delante de ella, sospeché que lo que quería era verse con su amante.

De manera que al siguiente día salí de casa como de costumbre, pero no fui al trabajo, sino que me escondí esperando a que la pérfida de mi esposa saliera. La seguí, y efectivamente entró a la casa de su abuela, anciana aborrecible e igual de infame que su nieta. Al principio opté por dar media vuelta y marcharme, pero las sospechas pudieron más. Así que me colé por el jardín y llegué hasta la ventana de la habitación de la vieja.

¡Oh, los gemidos! Más tarde intentarían convencerme de que eran gemidos de dolor, emitidos por la abuela, pero aquellos gemidos eran de placer, lo sé. Y no podían provenir de alguien que no fuera mi esposa. Así que así era como mi esposa me ponía los cuernos. Se veía con su amante en la casa de su abuela. Es posible que la anciana se agasajara viendo cómo otro hombre le hacía el amor a mi esposa. Vieja arpía, por eso nunca me cayó bien.

Después de los gemidos, sobrevino el llanto y las quejas.

—Ya no lo soporto, abuela —era la voz de mi esposa—. Sospecha que lo engaño y no me deja siquiera respirar —después, llanto y otro gemido. ¿Es que continuaba hablando mientras hacía el amor con otro hombre?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.