Nació bajo el seno de una familia de escasos recursos en una pequeña aldea del municipio de San Andrés. Su padre, un joven de veintiún años, campesino de profesión, se casó a los dieciocho años con María, una hermosa jovencita que al momento de dar a luz contaba con apenas dieciocho años de vida.
Gerardo, que así se llamaba el joven padre, había luchado de una y mil maneras para casarse con María. Trabajó hasta el extremo de sus fuerzas, ahorró al máximo de sus capacidades y no dejó de insistir a la joven, y a los padres de ésta, hasta que logró su objetivo: Casarse.
Él tenía dieciocho años, y ella quince. Muy jóvenes pensarán algunos, pero en las familias de antes esto era común.
La boda se celebró en el patio de la casa de los padres de la novia. Fue una boda sencilla, pero amena y divertida, en la que estuvieron presentes los familiares de los novios y sus amigos más allegados. Al caer la noche la pareja se trasladó a su nueva residencia, una casita de una sola habitación, que Gerardo había logrado construir con el sudor de su frente, cosa por lo que estaba muy orgulloso.
Tras el paso de los dos primeros años, el joven matrimonio seguía tan resistente como una roca y tan feliz como un niño con su juguete nuevo. Todo marchaba como lo habían soñado. Hasta que María quedó Embarazada.
Los jóvenes esposos saltaron de alegría cuando se enteraron de que pronto tendrían un pequeño retoño. Es lo normal, ¿quién no se alegra ante la noticia de que pronto será padre?
Pero tras los primeros tres meses de embarazo, María empezó a experimentar raros síntomas: Nauseas continuas, espasmos repentinos, fiebres, flacidez en las rodillas… Gerardo estaba muy preocupado, temía por la vida de ella y por la de su hijo, de manera que acudió a cuanto curandero conocía, pero ni siquiera las hierbas y ungüentos de doña Toña, la mejor curandera de la región, lograron reponer del todo a María.
Cuando se cumplieron los nueve meses de embarazo, la joven esposa estaba flaca, pálida, macilenta y casi no podía salir de la cama. Tenía más parecido a un esqueleto que a una persona viva. La comadrona que la atendía, la misma señora que la había recibido a ella de bebé, temía que María no sobreviviera al parto.
Y así fue.
Después de una hora de pujar, el bebé, una cosa rosadita, flacucha y, extrañamente silencioso, por fin nació. Pero la madre ya no vivía. La comadrona ni siquiera podía asegurar si la joven aún respiraba cuando el niño salió de su vientre. El mutismo del niño fue tomado, por las personas más supersticiosas, como señal de luto por la muerte de su madre.
Esa fue la primera incidencia mortal en la que el pequeño Freddy se vería inmiscuido. Mas no sería la única.
El pequeño Freddy creció más que todo al lado de su abuela paterna. Los abuelos maternos no querían saber nada de la criatura que había arrebatado la vida a su adorada hija, así lo decían, no es que yo lo haya inventado.
En su niñez, amor no le faltó, al menos por parte de la abuela. Algunos dicen que quien no lo quería era el padre, quien trabajaba como burro, en parte para mantener el hijo, y en parte, para no pensar en demasía en su adorada María.
Tres años después de la muerte de María, murió el padre. Colgó una soga en una rama de un árbol y se ahorcó con ella. Para algunos fue algo comprensible, el pobre hombre no soportaba estar sin su María.
El pequeño Freddy siguió viviendo con la abuela ¿quién más lo podría querer? Eso hasta que, a los siete años de haber nacido, la abuela tropezó con una piedra y en la caída se rompió el cuello. Pobre anciana, había tenido mala suerte. Sólo los más suspicaces empezaron a sospechar que aquel pequeño huérfano traía mala suerte.
Muertos sus padres y su abuela (el abuelo hacía muchos años que había muerto) el pequeño Freddy fue recibido por una hermana de la difunta María. Teresa era el nombre de esta bondadosa mujer, que casada con un profesor de primaria, recogió al niño.
Pasaron los años y el pequeño Freddy creció, no mucho, pero creció. Era un muchachito huraño y melancólico. Casi nunca salía de casa y en la escuela tenía pocos amigos. Y si alguien lo vio sonreír, me gustaría conocerlo, porque nunca supe como sonreía Freddy de niño.
A la edad de once años, Freddy, junto a sus compañeros de salón, fue a una excursión a una de las playas de San José, un municipio cercano. Al regresar, una de las ruedas del bus explotó y éste se precipitó por una ladera de más de treinta metros de altura. En el accidente murieron todos los niños, excepto Freddy, que sorpresivamente libró el percance casi ileso.