Cuentos de terror

El hijo del demonio

La mansión estaba embrujada, todo el mundo lo decía.

Antaño había sido la residencia de los Monroy. Pero de los Monroy ya no quedaba ni un descendiente, eso era un hecho consabido. El último de tan distinguido linaje, el duque Mason Monroy, había muerto antes de cumplir la treintena de años, hacía cincuenta años. Aunque para entonces, una serie de sucesos inexplicables, como la locura de muchos de sus integrantes, había conseguido que el magno linaje ya no fuese tan excelso.

La tradición popular recordaba al último de los Monroy como un joven apuesto y gallardo, afable en el trato hacia a los demás y aficionado a todas esas actividades que sólo un noble podría permitirse. Precisamente fueron estas actividades lo que lo llevaron a la tumba antes de casarse y dejar descendientes. Fueron las fiestas, las orgías, las cacerías, el juego, el alcohol… Fue una mezcla de todo lo que lo llevó a la locura y al suicidio. Pero los que piensan esto son minoría. La mayoría de las personas con las que Jared había hablado sobre ese tema en particular, eran de la opinión de que un monstruo había asesinado al joven y amigable noble.

Desde la muerte del duque habían transcurrido cincuenta años, por lo que la versión original de la historia es posible que se haya perdido en el tiempo. No obstante, los descendientes de los adultos de cincuenta años atrás, aseguran haber escuchado la misma historia: El duque había muerto una noche en su mansión, torturado por un demonio.

La versión más escalofriante y estrafalaria se la había relatado don Matías, un anciano desdentado y desgarbado que estaba más cerca de los ochenta años que de los setenta. Don Matías, hacía cincuenta años un adulto joven, aseguraba haber escuchado los gritos provenientes de la mansión.

—Eran escalofriantes… terroríficos —le había dicho a Jared—. El pobre duque, que tan bueno era con toda la villa, murió tras una larga y sanguinaria tortura. Algo así no se lo deseo ni al más acérrimo de mis enemigos.

—¿Tan malo fue? —había preguntado Jared.

—Lo que le sigue —fue su respuesta—. Yo me encontraba en mi casa —continuó—, no en ésta que ahora vivo, sino en otra, una que estaba lo suficientemente cerca de la mansión para escuchar los gritos. Por ello fue que me mudé hasta acá, al otro extremo de la villa. Después de la muerte del duque quería estar lo más lejos posible de ese maldito lugar.

—¿Usted vio el cadáver? —preguntó Jared mientras tomaba notas en su libreta. Como periodista que era tenía que saber todo lo referente al suceso para poder armar una buena historia.

—¿Qué si lo vi? Ja. Por supuesto que lo vi. Y no sólo eso. Yo acudí a la mansión, junto a un puñado de vecinos, todos con la intención de tratar de ayudar al duque. Pero nada pudimos hacer —hizo una pausa y negó lentamente, con tristeza—. Sólo llegamos para ver como el duque era lanzado por la ventana del torreón principal. Cuando pienso en esa noche aún tengo pesadillas —admitió, estremeciéndose—. El cuerpo del duque estaba destrozado. Tenía cortes por doquier, y no todos eran producto de los vidrios de la ventana. En el pecho tenía arañazos, así como en el rostro. Le faltaba un ojo. Alrededor del cuello tenía una aureola roja, como si lo hubiesen atado con una cuerda. Pero lo peor de todo era su expresión, una expresión de tan absoluto terror que me es imposible tratar de describirla.

—¿Vio algo más?

—Sí —asintió el anciano—. De no haber visto algo más creo que aún seguiría viviendo en mi antigua casa. De no haber visto algo más creería que el asesinato había sido obra de un psicópata. De no haber visto algo más creería que por fin la locura, tan legendaria en esa familia, se había apoderado del duque induciéndole a torturarse y a suicidarse de una manera tan horrenda. De no haber visto algo más…

—¿Qué vio? —le interrumpió Jared, impaciente, algo raro en él.

—Lo vi a él. Al Demonio. Estaba de pie, en el alfeizar de la ventana. Parecía humano, pero no lo era. Ningún humano tiene la piel amarillenta, como el marfil, ni el rostro tan alargado, ni una boca tan larga y de labios tan finos, ni los dientes tan delgados y tan largos… ni los ojos de iris tan negros y de pupilas tan rojas. El demonio rio, una risa maligna y burlona. Por último, se escabulló hacia el interior del torreón.

Para terminar la entrevista, Jared le pidió permiso a don Matías para sacarle una fotografía. El anciano accedió y Alexander, el fotógrafo de Jared, procedió a tomarla.

—Es por si vuestro testimonio aparece en la historia —explicó Jared.




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